CARTA A MI MAESTRA SOBRE LA PALABRA ANTIGUA.
por BERNABÉ BEN H'AROPSAID
Querida Diáspora,
1. Quiero darte las gracias por tu benevolencia permisiva, por haber hecho posible que mis estudios sean una actividad entrañable -sentimiento necesario para la naturaleza propia de los temas que nos preocupan- y rigurosa, en clara continuidad con nuestras inquietudes personales. Siento, además, una profunda gratitud por saberme “visto” y “reconocido”, por ti, en las vicisitudes a las que nos somete esa “verdad elemental” que nos va haciendo suya, sin pertenecernos jamás. Ha sido este sentimiento, el que ha hecho decidirme a escribir esta carta y “contarte” -porque estas cosas sólo se pueden “contar”- algunos aspectos, que pudieran ser sapienciales, de mi experiencia religiosa. No es la primera vez que lo hago, aunque sí son contadas, pero sí son nuevas y diferentes las circunstancias.
No es fácil escribir sobre “lo sapiencial” de la propia vida. La escritura misma se convierte en un problema: “¿cómo decirlo?”, “¿cómo escribirlo?” aparecen como preguntas primeras inevitables. Son importantes estas preguntas, porque no da igual, ni es indiferente, el género literario que usemos. El género literario nunca es neutro, determina constitutivamente el significado y sentido último que le queremos dar a nuestras palabras. El escribirte en forma de carta no es, por tanto, casual, sino una acción deliberada. “¿Por qué?”.Porque la carta presupone un contexto de comunicación interpersonal, contexto que es obligado y exigido por la índole de la experiencia sapiencial, para su manifestación. No puede estar ausente “lo interpersonal” -o, inclusive más, “lo intrapersonal”- en la transmisión de “lo sapiencial”. Es su condición de posibilidad y por diversas razones: una -por ejemplo-, en cualquier contexto de acción comunicativa se debe prestar tanta atención a “lo dicho” y a “la manera de decirlo” como -y aquí es donde hay que poner especialmente el acento- a “lo que se quiere decir”, sin este último momento, que es de naturaleza personal, no podemos hablar de comunicación ni de diálogo. Y es este elemento personal el que hemos de tener en cuenta, con tacto y sensibilidad, cuando hablamos “de” y “desde” la experiencia sapiencial. Porque la sabiduría “ya es” en sí misma “palabra” y, cuando “habla”, su hablar “ya es” en sí mismo “diálogo”. “Yo”, “tú”, “él”, “nosotros”, etc. son elementos patentes o latentes, pero de constante presencia en su”hablar”, siempre “referido”, siempre “referente”, de un “quién” a otro “quién”. Otra razón -por ejemplo- es la siguiente: en un contexto de comunicación interpersonal suele dominar “lo narrativo” sobre “lo explicativo”, en una situación semejante nos “contamos” las cosas, nos las “relatamos”, y haciéndolo así “co-vivimos” nuestras vidas viviéndolas en común, aunque sea por unos instantes, a través de los relatos mutuos: su vida pasa a ocupar un lugar en la mía y yo a vivirla en la suya relatada -y viceversa-. Pero, además, ocurre también, al mismo tiempo, que a través del relato se “revive” la vida transformándose en “vida vivida”, que, aunque pudiera manifestarse con la forma de lo no vivido, sin embargo, se configura como “mi vida”. (Es, quizás,esta figura de “mi vida” -que es más que simple cuerpo y simple alma- la que se quiere salvar de la obscuridad del Seol, la que se desea rescatada por la Gloria -Kabod- y la Presencia o Habitación -Shekiná- de Yahvé).
Pero hay más tropiezos si queremos hablar de “lo sapiencial”: el ser humano busca, por naturaleza, objetivar su experiencia creando lenguajes -explicativos, unos; expresivos, otros-. Cuando explica intenta decir el porqué, el cómo y el para qué sirviéndose de conceptos, evitando la contradicción, pero siempre afirmando y procurando por la verificación de la afirmación. Por el contrario, en el lenguaje sapiencial ocurre algo muy distinto: le asiste una voluntad diferente. De entrada su lenguaje es expresivo y lo que expresa lo dice no como afirmación, sino como algo anterior a la afirmación misma. Quiere mostrar, no demostrar. Es fundamentalmente “narración” y “comunicación”, tan estrechamente relacionadas entre sí que, si bien en la explicación se puede producir la transmisión de información sin comunicación, en el discurso expresivo la comunicación es la condición de la transmisión. No es posible la objetivación sin la “revivificación”, por eso tiene sentido decir, en el discurso sapiencial, que la muerte y la palabra son incompatibles: la palabra lo es porque está viva y la vida es palabra.
El lenguaje sapiencial es ajeno a la verificación -a no ser por la vía del testimonio- pero es veraz (profesa la verdad) y hace uso de imágenes, símbolos y metáforas como instrumentos de la memoria, porque si algo es la sabiduría sapiencial es voluntad de recordar; lo suyo no son los conceptos cargados siempre de demasiado olvido- Y en las paradojas encontramos su máxima potencia significativa, nunca su debilidad. (Frederic Raurell explica esto muy bien. Dice que el lenguaje religioso es de naturaleza poética por los mismos motivos que lo es el lenguaje poético: la manifestación del conocimiento afectivo-sentimental de la realidad es siempre metafórico-simbólico. Es un conocimiento que representa la apertura originaria del ser humano al mundo -Heidegger-. Es un conocimiento completo, pero confuso, compacto pero no explicitado.Por eso el discurso expresivo es impreciso e indeterminado, pero denso y rico como lo son las metáforas y la experiencia de la realidad en la que tienen su origen y que son su primera palabra manifestativa).
En resumen, el lenguaje de la sabiduría es religioso y, por ende, también poético. Las características literarias propias de la carta, como género literario, permiten adaptarla amablemente (aunque no sin angosturas, porque lo experiencial es siempre difícil de decir) a las exigencias expresivas de lo sapiencial. Y hacer un uso conciliador de la metáfora y del concepto, evitando los excesos de ambos: ya sea la degradación de los sentimientos en sensiblería insignificante, como salvar el “olvido” inherente al que tiende el concepto hasta hacerse vacío -es como si el concepto tuviera tendencias “nihilistas”-. Se trata de hacer un uso de los conceptos como si fueran “bolas de cristal” y, a través de ellas, asomarnos a la riqueza de significados y motivos de la experiencia que está en el origen del la imagen, y hacer lo mismo con la metáfora, pero con la aprendida templanza del concepto. Raurell sugiere esta segunda manera de entender los conceptos como el camino más adecuado para una teología “actual” y “de futuro”. Yo no pretendo tanto con esta carta, sino algo más sencillo: intentar poner, por primera vez, “hilo a la aguja” en mi experiencia religiosa ante una persona que no me es extraña, pero sí desconocida. En ti me confío.
2. ¿Qué es la sabiduría sapiencial (hokma)? Es la “palabra” de la Palabra (Dabar). Sí, muy bien, pero ¿qué significa la “palabra de la Palabra”? Meditación. Y, entonces, meditación ¿qué es? Oración y profecía. Pero, ¿qué son la oración y la profecía? Fe y pertenencia. “¡Fe y pertenencia! Demasiado bello para ser verdad”. “¿Qué son?” -dime-. “Experiencia de amor”. “¿Y...?”. --”Verás...”.
La experiencia de Dios es el encuentro del amante con el amado. Consiste en el descubrimiento de la alteridad como el fundamento constituyente de lo más esencial e íntimo de todo ser. La realidad entera gana su intimidad y su interioridad, queda abierta, se la descubre abierta,hacia ese “plus” de realidad que es la alteridad. Se manifiesta este “excedente” de realidad en el hecho de que toda ella queda significando otra cosa de lo que es como siendo su ser más profundo. La realidad se transfigura en símbolo de algo que la trasciende como “quién”. Todas las cosas sin dejar de ser lo que son ganan su significado y “su sentido”. La realidad entera se transforma en una “palabra dicha por alguien”. Esta experiencia nos descubre una nueva dimensión de la realidad: la dimensión teologal de toda la existencia. La Sabiduría (Hokma) es el conocimiento, fruto del encuentro, y del esfuerzo por expresarla, con la realidad en su dimensión teologal. Es la interpretación de la Palabra de ese “Quién”. Es el anhelo de desvelar a Dios. La Sabiduría se convierte en la “palabra” que quiere decir la realidad como “palabra de Otro” y anhelando por descubrirlo.
Comprender la dislocación que sufre la experiencia humana en su encuentro con Dios, nos permite entender la razón por la cual el lenguaje de la Sabiduría no puede ser ni afirmativo ni explicativo. No quiere descubrir ningún objeto, sino mostrar como nos ven “sus ojos”, como nos vemos cuando nos miramos con “sus ojos”. La Sabiduría es vernos con los ojos del Otro. Es descubrir su mirada y lo que significa, lo que nos dice y nos cuenta. La Sabiduría es la “palabra antigua” anterior al decir que afirma “esto” o “aquello”, anterior a las determinaciones y categorías que ordenan el mundo. Lo que dice la “palabra antigua” nunca es un “qué”, sino un “quién”. Todavía más, la “palabra antigua” no dice “pre-dice”. “Pre-decir” es manifestar lo que “ya era antes” y que “siempre está ahí”.
La “palabra antigua” expresa la experiencia de la alteridad como un hecho -por eso es veraz y no puede dejar de serlo- que acontece en nuestra experiencia del mundo y sucede en la historia. Y que,.como todo lo dado en la experiencia humana, tiene una naturaleza factual, a la que no renuncia ni abdica y que, sobreponiéndose a todas las resistencias, reconoce y enseña diciéndonos que: la experiencia de Dios no objetiva al mundo -así es la realidad vista desde nosotros mismos-, sino que lo “subjetiviza”, lo transforma en un “tú” relativo a un “quién”. Es en este momento de subjetivación que resplandece como una diadema la “estructura personal” de la realidad”: la dignidad del mundo, del hombre y de todo lo que existe.
¿Cómo construye el hombre la “palabra antigua”? Mediante la meditación, que no significa otra cosa que percatarse de algo por sí mismo. Es, por tanto, a partir de la experiencia personal, propia e intransferible, ya como individuo o como pueblo, y desde las circunstancias biográficas e históricas concretas, como el ser humano se esfuerza -y es importante la noción de esfuerzo- por decir lo que “era antes” antes de que las palabras y las cosas lo eclipsaran, como “sigue siendo”, siempre trascendente y santo, y como “será” en lo que será plenitud, porque “siempre es”.
En la meditación se va viendo, poco a poco, el gran cambio de actitud y perspectiva que sufren nuestra relaciones habituales con el mundo, que solemos denominar “descentramiento”. Las relaciones sin dejar de ser intencionales descubren una dimensión “atencional”, en la cual ya no se trata de “ver algo”, puesto que carecemos de correlato objetivo, sino, más bien, de escucharle y obedecerle (Shemáa), ya sea en nuestra experiencia interna como externa, porque conocerle es experienciarle (sentir como él siente, querer como él quiere y pensar como él piensa), es “oírle rectamente”, que es, a su vez, darnos cuenta de como él es en nosotros y en todas las cosas, y todos nosotros en él. Esta “escucha atenta” es la oración. Ella es acceso y conocimiento de la alteridad. En la oración se va revelando ese “quién íntimo” presente en todas las cosas y que el sabio (hakam) va descubriendo como “ley de Dios” (Toráh).
La oración, sin embargo, no es sólo conocimiento de la alteridad, es , además, “entrega”, “disponibilidad”, “autodonación”. No es posible “escuchar rectamente” -con obediencia perfecta, como diría San Francisco- sin entrega y disponibilidad. La entrega es una actitud teologal que se origina al descubrir que uno es,porque “él quería que fueras”, descubrimiento que me hace “valer”, no sólo a mí, sino que me descubre “todo vale”: la dignidad propia y ajena. A esta actitud de entrega es a lo que llamamos “fe”. ¿Qué entendemos por fe? Es una pregunta difícil y enigmática, pero -y creo importante insistir- en ningún caso es incompatible (o contraria o subalterna) con la inteligencia, o la voluntad, o el sentimiento. Todo lo contrario, la fe envuelve y traspasa todo nuestro ser, al mismo tiempo abrazamos la fe con todo lo que somos. Desde la fe, la inteligencia, la voluntad y el sentimiento quedan “suspirando” hacia la alteridad, hacia ese “plus personal” trascendente “en” las cosas -como le gusta decir a Zubiri-. Es por eso que la “fe” no es primeramente “creer”, sino “entrega a” y “pertenencia a” la alteridad. ¿Por qué insisto en esto? Porque la fe es un elemento constituyente de la dimensión teologal de nuestra experiencia y, por tanto, su significado no puede nunca dejar de expresarse poéticamente, lo cual significa que la fe nos “hace creer” en lo que decimos, pero “creer en lo que decimos” no es fe. Confundir fe y creencia lleva a la escandalosa confusión de la Sabiduría con la ideología. La hermenéutica de la fe exige la exégesis de la experiencia concreta, si no lo hacemos así las “imágenes de la fe” se convierten en ídolos e idolatría. La fe consiste en poder afirmar, como F. Raurell sintetiza las enseñanza de Qohelet, lo siguiente: “Ahir creia en Déu, avui crec només en Déu” Pero, también, quiero insistir en que si la fe es teologal, la experiencia de la alteridad es más amplia que la experiencia de Dios y que tiene sentido hablar de una fe en clave atea como, también, en clave agnóstica, lo que, lejos de hacernos temblar, deberíamos, por el contrario, alegrarnos por la inmensa riqueza que encierra la experiencia de Dios; por tanto es posible una “sabiduría sapiencial” más amplia que la estrictamente creyente. Los hechos muestran que es posible una mística atea (Nietzsche, Heidegger, J. Corominas, Martín Velasco).
He dicho antes que la meditación era oración y profecía. Conviene explicar ahora ¿qué entendemos por “profecía”? De alguna manera el que tiene la experiencia de Dios se convierte en “profeta” (nabî’), en un “enviado”, en un “mensajero” de la Palabra experienciada.. ¿Por qué? Porque el hombre de fe , y eso es lo que es el profeta antes que nada, descubre no sólo la entrega, sino, también, su “pertenencia a” a la alteridad. ¿Qué queremos decir con “pertenencia”? Nos puede ayudar, para encontrar su significado, analizar la diferencia entre la expresión “mi casa” y “casa mía”. En la expresión “mi casa” decimos que la casa nos pertenece en cuanto le pertenecemos a ella, mientras tengamos vida en ella. “Mi casa” abraza en su sentido los significados de “hogar”, de “vida”, en definitiva, no objetiviza la realidad “casa”, sino que la subjetiviza y la personaliza, descubre en la realidad “casa” un “plus de sentido” que la trasciende y abraza. En cambio, cuando decimos “esta casa es mía” expresamos más una apropiación o propiedad, que una pertenencia, salvo que nos pongamos en la perspectiva de la cosa, pero entonces ya nos volvemos a encontrar con un “mi”. La experiencia del profeta es de mutua pertenencia, la cual se manifiesta como fuerza que empuja al hombre de fe a vivir su vida conformándola con la Palabra: viviéndola, siendo por ella y transformándose en “palabra” de ella. Y este modo de vivir la Palabra no es otro que “ir tras ella”, vivir en persecución de la Palabra, en constante “búsqueda” y “conversión” -el caso de Jeremías es paradigmático-. Si la fe es entrega, el profeta es búsqueda. En el sabio, que es la unión de ambos, encontramos la “entrega” y la “búsqueda” expresándose como “fidelidad” y “confianza”.
3. Hasta aquí he intentado explicar en qué consiste la Sabiduría sapiencial, ahora intentaré explicar cómo se origina y con qué categorías se despliega la Sabiduría bíblica. He dicho que la “palabra antigua” se construye en el esfuerzo humano por “narrar” su experiencia con Dios. El encuentro con la alteridad acontece en la historia, en el corazón del ciclo natural marcado por la sucesión de los días y de las noches, como experiencia de liberación. Y esta experiencia será “canónica” para entender la experiencia de salvación, marcada siempre por las circunstancias históricas concretas (políticas, económicas y culturales), que, en clave teologal o religiosa, se transformarán en “lugares teológicos”, marcando y determinando la construcción de las “imágenes teologales” utilizadas para expresar su experiencia salvífica o de liberación. Pues bien, ¿cuál es el “lugar teológico”, por excelencia, de la Sabiduría sapiencial? En los texto bíblicos encontramos que nace de la experiencia del exilio y post-exilio -no dejando de ser, éste último, la confirmación de la irreversibilidad de la experiencia exílica-. El exilio se confirma, por tanto, como el “lugar teológico” por excelencia, desde el cual se dará forma a la redacción y estructura definitivas de la Biblia hebrea (Ley, Profetas y Escritos). Esta estructura dibuja una curiosa imagen: desde el fondo del sombrío mar del exilio se eleva como una montaña, que se levanta con sus brazos mirando hacia el cielo, uno es la Ley, el otro los Profetas; la montaña son los Escritos, y de su cima, centro entre los dos brazos, se eleva una llama, cuyo corazón más azulado son las Lamentaciones, su cuerpo dorado los Salmos y su corona de brillo y luz el Cántico.
¿De qué manera determina el Exilio como lugar teológico, la experiencia de Dios? Tiempo, espacio y mundo son categorías típicas con las que intentamos explicar y comprender la realidad. Pues bien, estas categorías teologalmente vividas son interpretadas y expresadas por la Sabiduría bíblica de una manera propia y original. El tiempo, teologalmente vivido, se conjuga como “porvenir”. “Porvenir” significa “tiempo de vida”. El tiempo es tiempo si es tiempo de vida, y lo es si el presente lleva en sus entrañas el futuro, si el hoy está preñado de mañana. Un presente sin mañana, teologalmente comprendido, significa la “muerte del tiempo” y el “tiempo de la muerte”. El tiempo teologal es porvenir y el porvenir no viene del pasado, sino que “nace” de él. El pasado vivo en las entrañas del presente lo abre a un futuro con porvenir. El tiempo teologal, el “porvenir”, es un tiempo con “entrañas”, que “mira” y “exhala”. El “porvenir”, en definitiva, es “tiempo de misericordia” (Hesed). Por eso, por extraño que parezca, la veracidad del porvenir se mide en Auschwitz. El Salmo n.1 no sólo nos enseña que hay dos caminos, sino que uno es de porvenir y da vida y el otro es tiempo que mata, el primero es la vida del sabio, el segundo la vida del necio. El tiempo teologal nos habla de un tiempo decisivo, un tiempo de vida o muerte.
El espacio en su dimensión teologal aparece como “camino” y “caminar”. La experiencia de Dios -salvación y liberación- transforma y transciende todos los horizontes del mundo que se presentan como últimos. Para la experiencia del camino el fin del caminar es el encuentro definitivo con Dios, mientras no sea así ningún horizonte último es el último. Dios enseña que no debemos bajar la mirada y que lo tengamos siempre presente como horizonte. Si bajamos la mirada, la vida deja de ser camino y se transforma en un teatro, en un escenario, en una noria, en un espectáculo, y surge la idolatría del mundo y la de los hombres, Y con ella la esclavitud y la opresión del hombre por el hombre y de la naturaleza por el hombre y viceversa. Cuando el hombre se autopone como “medida” desaparece la pertenencia y aparece la “propiedad”, se mutila a sí mismo cercenando una parte esencial de su experiencia de la realidad, poniéndose en grave peligro de muerte. Por eso los profetas denunciarán el pecado como lo que impide o eclipsa la esperanza, siendo como es la forma del camino. Sin la esperanza nos quedamos a oscuras sin saber donde poner los pies. Una vida sin camino nos carga de un agobio y angustia tales que nos deforma y nos impide levantar la mirada, nos roba la firmeza. Por eso insisten los profetas en hacer justicia, como la manera de conocer a Dios, porque sin misericordia no hay esperanza, pero sin justicia no hay fe, y la confianza en Yahvé se olvida. De alguna manera, sin justicia ni esperanza es Dios mismo quien muere en el corazón de los hombres y, ¡quién sabe!, si no se muere también de pura pena porque prefiere irse de la mano con las víctimas inocentes de la historia, allí donde su muerte les lleve. ¿Tan inconcebible es que prefiera morir sus muertes a vivir nuestras vidas? Quizás debiéramos sobrecogernos más ante la ausencia de Dios, ante su silencio, porque si él no está, nuestra humanidad tampoco está, y lo que queda no es más que el escándalo de la fe con el semblante de la bestia y la tormenta. El pecado oscurece la esperanza, te impide esperar, te hace desesperar. Pero el escándalo te impide tener fe, no te deja tener fe, debilita la confianza en la alteridad y la necedad se apodera de ti.
El mundo se transfigura en creación y todo lo que existe en creatura. La creación es como la palabra, siempre misteriosa, de Dios. El mundo comprendido como creación impide que se cierre sobre sí mismo, que sea la última palabra, que se idolatrice. En Job descubrimos algo más: que la experiencia de Dios no es ingenua, ni espiritualista ni legalista, sino que es de un realismo que roza lo insoportable y lo terrible, pero que, sin embargo, es alegría y esperanza. El fracaso real del bien y de la justicia deja intocado su valor y su sentido, su fracaso hace más patente su verdad y el sin sentido de la necedad. La experiencia de Job es la experiencia de Dios desde la desdicha. Y nos muestra que en el fondo del sufrimiento se descubre una inocencia original, la inocencia original de toda creatura por el hecho de ser creada. Tanto en Job como en Qohelet hay un magisterio serio y profundo sobre el peligro de idolatrización de las imágenes de Dios que construimos desde nuestras experiencias. Si en Job es la desdicha, en Qohelet es la fatiga (‘amal), pero en ambos nos encontramos una defensa de la inocencia de la vida, y que ésta comienza cuando nos ponemos en camino hacia Dios, bajo su atenta mirada. Ante el secuestro de la inocencia y su no reconocimiento por parte de los amigos de Job, desde la teología de la retribución, Job, mejor dicho, Yahvé, en primera persona, interviene esgrimiendo la teología de la creación, que instituye al hombre como imagen de Dios. ¿Qué representa la teología de la retribución en el libro de Job y en el Qohelet? La absolutización de la Palabra, la instrumentalización de Dios y la culpabilización de la vida y de los hombres, utilizando la misma experiencia de sufrimiento y dolor que Job. Ahora bien, ¿podríamos decir algo positivo sobre dicha teología o sólo la podemos considerar como una versión primitiva o tosca de la experiencia de Dios? Poniendo entre paréntesis la evidente absolutización de la Palabra, podríamos hacer la siguiente consideración: personalmente siempre me ha impactado el empate teológico y experiencial entre Job y sus amigos. Si bellos y profundos son los discursos de uno, no le quedan a la zaga los de los otros. ¿De dónde les viene esa fuerza que tienen las intervenciones de sus amigos? Fuerza que encontramos en los Proverbios y, particularmente para mi, en la aflicción de Ana -la madre de Samuel-. Creo que en la teología de la retribución se transparenta la experiencia originaria y fundante que todo hombre tiene en su encuentro con Dios, la experiencia de que con Dios solo basta, no hace falta nada más. Que la fe en Dios es autosuficiente. En ocasiones, la experiencia es tan fuerte que el vivir y el mañana dejan de ser imprescindibles, hay algo maravilloso y rico e inquietante, a la vez, en este sentimiento, pero es justo decir, a pesar de todo, que la fuerza de esta experiencia es la que te hace afirmar la realidad de un Dios único, de una sola y definitiva alteridad, lo cual no es poca cosa, porque de la intensidad de esta experiencia depende el grado de entrega y confesión de fe en la oración, así como la solidez y firmeza del profeta. Y así lo comprende, también, la sabiduría bíblica.
La sabiduría bíblica no sólo despliega el retablo de la experiencia teologal del ser humano en el mundo, sino que consigue expresarlo con una estructura interna y mostrarnos su plasmación en la historia como una dimensión constitutiva de la realidad del mundo, que invalida, ahora y siempre, toda consideración positivista de la misma. El ser humano no es religioso porque no haya descubierto la ciencia, sino, al contrario, hace ciencia o arte o lo que sea, porque es religioso. Y esto es tan así, que cuando el hombre de ciencia olvida este hecho, deja de hacer ciencia, lo sepa él o no, y empieza a practicar la necedad -como otros practican la brujería- Y sus frutos lo demuestran: sabiendo mejorar empeoran; sabiendo curar destruyen, porque sin la experiencia del otro, todo saber es ciego e inmisericorde, y eso ya no es saber.
¿Qué nos enseña la “palabra antigua? Que las experiencias respectivas de la verdad, del bien y de la belleza que forman la experiencia humana, configuran una vida digna de ser vivida cuando le incorporamos el descubrimiento de su dimensión teologal. Desde la experiencia de Dios, la belleza es misericordia y recto sentir; el bien justicia, y recto hacer; y la verdad, el otro y recto pensar. Nos ayuda a ver que no debemos confundir la experiencia de Dios con sus plasmaciones, la experiencia es siempre muchísimo más rica que todas sus concreciones juntas y nos impele a un recto discernimiento entre idolatría y Dios, a la búsqueda de una teología de las religiones, puesto que la experiencia de Dios es una experiencia ecuménica por esencia y nos reclama una teoría de la realidad desde la realidad del otro, que es en el fondo lo que es y debiera ser y seguir siendo la teología.
4. Y ahora llegamos al momento más difícil de esta carta. Hablar de mi experiencia religiosa personal. En cierto modo, ya lo he hecho con lo que llevo escrito, que si bien no se entiende sin lecturas, no se.justifica por ellas. En clave personal, entiendo, no se puede hablar de la “sabiduría” sin que se convierta, a su vez, en una meditación más sobre la propia experiencia, y que no gravite, una vez más, sobre el instante de la “conversión” que desencadena el vivir desde la fe.
“Recuerdo el día en que todo cambió. ¿¡Cómo era mi vida entonces!? ¿¡Qué imagen tengo de aquellos días!? La escalera de Mauthausen.(Quisiera advertir que es un pecado utilizar el nombre de “Auschwitz” en vano, en mi caso particular es una referencia recurrente cuando hablo de las cosas que considero importantes. Desde lo trece años que leí un libro sobre Treblinka, que tenía mi tío en su estantería, ha ocupado el holocausto un lugar central en mi vida, ha sido una presencia configuradora de mi manera de ser, incluso antes de tener fe. Después y ahora, desde la fe, “Auschwitz” es, para mí, un “lugar sagrado” solo, el lugar de la “gran prueba” de nuestro porvenir, porque creo firmemente, como creo en Dios, que nuestras vidas, las de hoy y las que vendrán, siguen viviendo allí...-y no me lo hagas explicar porque no puedo-).
La realidad era una pared y los días pesadas piedras -la escalera de Jacob no existía-. Mis ojos no tenían luz y el sol era negro, mis entrañas densas y fangosas. No respiraba, exudaba. No sabía, entonces, que yo también era una “criatura del aire”. Era entre las 11 y las 12 del mediodía, tenía lo papeles en la mano, trabajaba en el despacho, estaba de pie junto a un compañero al lado de la estantería de las carpetas. De repente, de pronto -¡qué se yo!- se abrió el “suelo” bajo mis pies, mis entrañas se hicieron huecas y hondas, profundas como un pozo. La mirada -¡qué mirada! ¡de quién! No puedo decir que no fuera mía, pero tampoco que lo fuera. ¿¡Con qué miraba!? “¡Mirada sin ojos!”- bajó por el pozo, era yo mismo entero bajando, caía por él sin ver el fondo, cayendo hacia ninguna parte y cayendo, sin embargo, ¿en Él? ¿en mí? ¿dónde estaba la diferencia? Un “segundo” bastó para saber que era Él, un “segundo” duró no saber lo que estaba pasando. Presente en el pozo, en su fondo y en sus paredes, y en la realidad de todos lo días pasados, presentes y futuros, estaba Él. Nadie notó nada. Nadie vio nada. Me senté en mi mesa confuso, colapsado y, sin embargo, todo “fluía” -¡y cómo fluía!- Todo era bello. Una percepción de la belleza que no me ha abandonado desde entonces. Sentí “temor y temblor”, pero no temblaron ni mi cuerpo ni mis manos, era un “temblor del temblor”, un “temor del temor” que desprendía quietud. Una quietud muy dinámica, un dinamismo muy quieto. Estaba claro, “creía en Él”, estaba en mí, estaba en Él, ¡qué poco mío era mi estar en mi! y ¡qué suyo todo lo mío!...Y estas son algunas cosas que recuerdo”.
Vinieron después, entre sorprendido y maravillado, muchos días de oración y resistencias. Oración porque todo estaba muy claro. Resistencias porque estaba todo demasiado claro, para que estuviera claro. ¿Estaba dividido? No, no he vuelto a estar o sentirme divido desde entonces. Partido muchas veces, pero nunca dividido. Todo yo estaba en la oración y todo yo estaba en la resistencia. La oración ha sido constante y continua desde entonces. Tiene sentido, para mí, decir que “la vida es oración”. Rezaba sin parar, todo “valía” un Padrenuestro. Y vinieron las seguidas “noches de vigilia”, orando y gozando., y no estaba cansado, ni agotado, me iba trabajar por la mañana como si hubiera dormido. Tiene sentido, para mí, decir que “velar en Él es más descansado que dormir”. Después dormí y desperté y los días volvieron a ser mañanas y noches, pero no exactamente igual, los días se pertenecían a sí mismos, eran suyos. Las cosas era cosas, pero, además, estaban en sí mismas. Todo tenía “centro” y estaba “centrado”. Todo sucedía reduplicativamente como el “agua sonora de las castañuelas”. Y mi vida -¡ay, Dios mío!- de estar cansada de no serlo, se transformó en “mi vida”, en una “historia de principio a fin”, en la que nada, absolutamente nada, se había perdido, todo lo vivido se había conservado, había sido de verdad, nada había sido un “sueño”. No puedo imaginar regalo mejor.
Y empecé a caminar leyendo, orando y resistiendo. Descubrí que ya venía haciendo camino aunque yo no lo supiera. He dejado de estar solo desde entonces. Mi soledad no es solitaria. Es así, no puedo decir ni pedir más. Pronto me dio su primera lección: “un día estaba orando y apelé a su “misericordia” para que se cumpliera un deseo, que en el fondo tenía mucho de venganza y resentimiento, me lo “concedió” y “gané la partida”. Y cuando quise recoger y disfrutar las mieles de la victoria, sentí “repulsión” y “vergüenza”, me venían del “manantial del primer día”, si había cambiado debía vivir en consecuencia, de otro modo sólo me haría daño a mí mismo. Le pedí perdón y le hice la promesa solemne -haciéndola, en cierto modo, Él por mí, por eso tiene sentido, para mí, decir que “Él está siempre junto a ti”- de no pedirle nunca misericordia como se pide dinero. Desde entonces hasta hoy, mis pocas “oraciones de misericordia” han sido como las de Getsemaní: “aparta de mí esta cáliz, pero hágase tu voluntad y no la mía”. Tiene sentido, para mí, decir que “hay más futuro y libertad en esta dejación que en cualquier decisión propia”. Y así acabó la lección del primer día”.
El “bastón” -casi una regla- en el que me fui apoyando en mi caminar fue Zubiri. Hice mía su afirmación de no anteponer la iluminación personal a la verdad revelada y transmitida por la tradición. Esta regla me ayudó a aprender la lección del segundo día. Me dio fuerzas y lucidez para enfrentarme a la ambigüedad del gozo y del placer que acompañan a la oración. El problema de la instrumentalización de la oración: ¿Oración o Lujuria?. El discernimiento es necesario e insoslayable, no se puede ir a la oración por el gozo, sino que por la oración hay gozo. Se sucedieron días con nuevas dudas -orar o no orar-, de resistencias y luchas hasta que vino la oración desde la aflicción, con sufrimiento y dolor -¿Por qué no podía vivir ya con Él? ¿Dónde estaba el problema? ¿En qué consistía la distancia?-. Orando, un día se dibujó (ni lo pensé, ni lo quise, ni lo imaginé) que la distancia entre Él y yo era “yo mismo”. Me invadió un intenso sentimiento de repulsión hacia mi mismo. Pocos días después, leyendo a Zubiri leí que “la distancia entre Dios y una hormiga es una hormiga y no el infinito”. Entonces lo vi claro, desapareció la repulsión, el terrible sentimiento de autosospecha, sentí una profunda alegría envuelta en aflicción y desdicha. Por eso, tiene sentido, para mí, decir que “el sufrimiento y la alegría no son incompatibles en Dios”. Utilizo la palabra “desdicha”, pero, en realidad, en aquellos días, no sabía que lo que sentía se llamaba así, que mi vida había sido “desdichada”. Y no lo supe hasta que descubrí a Simone Weil. Y leyéndola también descubrí el significado de la palabra “dignidad”, o, mejor dicho, como sigue siendo para nosotros los humanos un misterio, una asignatura “suspendida” reiteradamente, que no “pendiente”. Nos hemos presentado repetidas veces ante el tribunal de la historia y la hemos suspendido. El significado de la palabra “dignidad” no se ajusta y es claramente insuficiente para rendir cuenta de la experiencia de la “indignidad”. Job tiene la experiencia de la dignidad recobrada desde el sufrimiento de la indignidad por el único camino posible, la donación gratuita por libre iniciativa de la alteridad. La indignidad, la experiencia de la dignidad perdida, es la “enfermedad” de los supervivientes de Auschwitz, esto es un hecho, no una teoría y, por tanto, una “tragedia” sin resolver. El placer no es exclusivo de la oración, a ella también le pertenece el dolor. La desdicha nos obliga, muy seriamente, a plantearnos la necesidad de una nueva antropología teologal, que, por supuesto, tiene como punto de partida el símbolo de que el “hombre es imagen y semejanza de Dios”, pero que por ser “palabra de Dios” y metáfora , su significado nos es tan misterioso y enigmático como la expresión “i Déu digué...” -tan querida por F Raurell, y a la que dedica todo un libro-. No es deducible una antropología metafísicamente definitiva de una metáfora. Estamos obligados a tomar en serio la “paradoja” y la “herida” que la tensión entre la desdicha y la semejanza divina representan. La experiencia de la víctimas y de los supervivientes nos está diciendo “algo” que todavía no sabemos ni “escuchar” ni “obedecer”. “¡¿Qué significa la expresión “dignidad recobrada por iniciativa de la alteridad”?!”. El silencio de los supervivientes es terrible. La ausencia de las víctimas un escándalo insoportable. A los muertos no se les puede pedir perdón sin conversión, porque sin conversión no hay sincero arrepentimiento. No hay conversión sin cambio de vida, sin dar “testimonio con tu propia vida” de que de verdad hemos comprendido. Los supervivientes sólo nos pueden perdonar cuando nos lo digan y puedan, sólo entonces estaremos perdonados, pero eso significa que ellos habrán aprendido a “tomar” y “decir” la “palabra de lo sucedido allí” y esa palabra será “palabra de Dios”, pero que, hoy por hoy, todavía no saben decirla. Por eso, nosotros, mientras tanto, hemos de cargar con el misterio y con la voluntad de aprender. Violentar esta situación, creo, es un pecado contra la esperanza y un escándalo contra la fe. (Y así fue la enseñanza del segundo día).
La enseñanza del tercer día vino después. ¿Qué clase de creyente era? ¿Era cristiano y si lo era por qué? Yo había sido ateo hasta los 28 años. Leí la Biblia tres veces seguidas y de un tirón. Las tres veces “tropecé” con el Nuevo Testamento. No conseguía entrar en él. Era hermético e innaccesible, mis intentos resbalaban sobre él, el texto me expulsaba fuera de él, no me dejaba leerlo. Mi lectura era “espiritual”, la hacía con el “corazón” (lev), y funcionaba con el Antiguo Testamento. La hacía desde dentro, navegaba por dentro, pero como si de una extraña cinta de Möebius se tratara, cuando llegaba al Nuevo Testamento estaba “fuera en la superficie”. “No me quería dentro”. “¿Por qué?”. “No lo sé, pero así era”. Un día estaba orando y lo vi claro, Él me dejo ver con claridad lo siguiente: “No se puede amar al Hijo sin amar al Padre”. Y vino y sucedió, a los pocos días descubrí a San Francisco, el hombre hecho en Cristo. Fue él, San Francisco, y “de su mano”, poco a poco, fue tomando forma la figura de Jesús. la figura del crucificado, la figura del resucitado. Soy cristiano por San Francisco. El sentido de todo esto, todavía hoy, se me escapa, pues esta es mi situación actual. Comencé, y esta vez sí, la lectura del Nuevo Testamento y en ella estoy. Está siendo una lectura lenta, con muchas resistencias, muchas dudas. Una larga marcha, que todavía no terminado, en la que voy descubriendo, muy entre tinieblas, una “dureza” de la que todavía soy incapaz de hablar. (Y esta fue la enseñanza del tercer día)
¿Qué soy ahora? Un hombre religioso. ¿Para qué sirve ser como soy? No lo sé con claridad, pero creo que para vivir en la intemperie, para saber vivir en la diáspora. No las he elegido yo, pero estoy con ellas fuera de la “posada” y, aunque toque la puerta, no me abren y cuando lo hacen no quiero ni puedo entrar: en el frío está la perfecta alegría de mi San Francisco. Dios está con los que este mundo (posada nuestra) no sólo no quiere, sino que los quiere fuera , vivos o muertos, pero fuera. Y así los ampara Dios, tal y como se los dejan los posaderos de la política, de la economía, de la cultura y de la religión: “pordioseando”. La línea entre ser cristiano y “pordiosero” la veo cada día que pasa más fina, más inexistente. A veces, pienso que la religión debe morir para que la fe viva. Que querer ser hombre de religión hoy es como quedarse en casa y no ver nunca el mar, y no ver el mar es estar prisionero en casa. Job y Qohelet son voces del exilio, entendieron y asumieron que no hay más “ley” que la del camino, ni más posada que la “creación”. ¿Qué espero? Poder caminar en la “perfecta obediencia” franciscana y descubrir un día que he vivido cristianamente.
Quiero decirte, para terminar, que han escrito esta carta mis temores y resistencias, mis pudores y vergüenzas -superados, unos; otros, no- sin querer cruzar la línea que debe haber entre un alumno y su maestra , si en algún momento no ha sido así, te pido disculpas, pues no era mi intención. Muchas de estas líneas están escritas con el rostro sonrojado, pero siempre confiando en que pudieran servir y cumplir con los objetivos que te habías propuesto conseguir al sugerirnos la posibilidad de hablar de nosotros mismos dentro del marco de la materia. Si, a pesar de todo no lo hubiera conseguido y te hubiera molestado en algo lo dicho en esta carta, te pido que no me lo tengas en cuenta, dala por no escrita y rómpela. Siempre tuyo, Bernabé Ben H’Aropsaid.
P.D: Del mismo modo que no hay carta sin postdata, tampoco puede haber estima sin poema. Con mi afecto más sincero te doy las gracias. Besos.
Mar de luz
Cuando al terminar sus horas el sol se va
y se ilumina el estanque en calma
de la espera,
con la luz del mar de la noche fresca,
“es mi vida” se dibuja invisible
como un cristal en la arena.
Y sin cerrar los ojos sé que sueño
y que vivo para siempre -despierta-
lo vivido en otra parte
sin moverme de aquí.
¡Qué miedos tenía entonces! -¡qué joven era!-
y ahora, sin Él, ¡qué pocos tengo!
cuando veo estos días míos
vivir de la “luz de su día”.
Y sé que puedo y que podré siempre
-y doy ¡gracias!-
beber con pasión la alegría de esta noche
y sentir su vida pura
traspasar el recuerdo como una caricia,
al tocar con mis dedos el mar.