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per BERNABÉ BEN H'AROPSAID


1. aproximaciones a la realidad de la experiencia del misterio.


(i) La meditación como reflexión aproximada.

El pensamiento y la experiencia, que con él se expresa, ya sea de manera oral o escrita, o de manera musical o plástica, se configura siempre desde el momento de su expresión con una forma y contenido determinados, pero también con un tono, con una melodía de fondo, que hay que tener muy en cuenta, cuando de textos se trata, para su correcta interpretación. De alguna manera, el tono, la música de una texto - su “lírica”, podríamos decir también- nos pone en la pista de su principio y adivinar su final , de lo que cabe esperar de él, de sus pretensiones, de sus límites y, cosa importante, de lo que no cabe entender en ningún caso. El tono de un texto nos muestra su “modestia”, su simplicidad y sencillez, pero también su “lugar”, su “estar” y, por tanto, no nos dice lo que el texto es, con su contenido y forma, sino que nos da la clave de su “situación” respecto a la experiencia que se intenta decir y de la “situación” de la experiencia misma respecto a la persona que la intenta expresar.
Dicho lo dicho, cabe ya hacernos la pregunta sobre el tono del texto que tenemos entre manos - y que es el que ahora os está hablando -. El pie nos lo da Montaigne -“Yo no enseño ni adoctrino, lo que hago es relatar” (Del arrepentimiento)- mostrándonos dos cosas: la primera, que un relato tiene voluntad de ser fiel a la realidad de lo que se cuenta - aunque éste fuera de ficción, lo dicho sigue siendo válido -. Plasmar con el mayor realismo posible la experiencia, eso es lo que quiere el relato, en consecuencia, no se le puede exigir que sea verdadero, pues no es su finalidad expresar la verdad, sino la fidelidad a lo experienciado; entendiéndola, si cabe, como algo previo a la verdad misma, que por supuesto tenemos todo el derecho, -e incluso diría más- el deber de buscarla, pero que no cabe esperarla de un relato, puesto que, en cuanto tal, ignora si la ha encontrado o no, o si la ha rozado siquiera. Eso no excluye, más bien la incluye -y esto nos lleva a la segunda cosa que nos muestra el relato-, su veracidad. El relato quiere ser, yendo de la mano de la fidelidad, veraz, es decir, “perseguidor de la verdad”. Y de la misma manera que “el periodismo no puede ser cinismo”, el relato que narra la experiencia no puede no ser escéptico en el sentido más genuino del término, es decir: sentir la necesidad de buscar la verdad. Cuando se ha probado la realidad, cuando la realidad se hace experiencia en la vida de las personas, caer en la cuenta de que no se está en posesión de muchas verdades o de ninguna -y creo que no sería mucho exagerar, aunque es justo reconocer que la expresión pueda ser un poco drástica- es, posiblemente, la primera lección que se aprende. Siendo la misma experiencia real, en función de su fuerza y de la manera que tiene de apoderarse de la persona, la que te empuja a buscarla, la que te hace estar en un continuo reconocimiento de tu propia ignorancia y en una actitud atenta, amable y crítica frente a cualquier pretensión de verdad. En definitiva, el tono de un relato se caracteriza por la fidelidad y la veracidad con que narra el pensamiento la experiencia.
Hay múltiples maneras de relatar y contar, esto nos llevaría directamente a hablar de los géneros literarios: cuentos, ensayos, poemas, dramas, o, incluso, algo tan poco poco trascendente como puede ser un simple trabajo escolar -o académico, si se prefiere- como es el caso del presente escrito. Pero no es ahí donde queremos poner el acento, sino en otro aspecto, que también implica el relato, que es la operación reflexiva que, a través de la narración, se realiza, intentando clarificar, ordenar y, también, comprender -¿por qué no decirlo?- el sentido de lo vivido en la experiencia de nuestro encuentro -cuando no, choque- con la realidad. Como la naturaleza de la experiencia de la que vamos hablar es personal, la meditación es, posiblemente, la forma primordial de pensar en un relato, en la narración, la experiencia personal, porque la meditación es por esencia personal e intransferible: nadie puede darse cuenta de algo por ti. Meditar es percartarse, mirar y ver por sí mismo la realidad probada, experienciada, vivida. En la meditación se da la implicación personal del que medita. No le es indiferente, ni distante el resultado o resultados de la misma, que siempre lo transformarán, lo cambiarán, lo alterarán. En la meditación, si se me permite la expresión, la persona se la “juega”; no sólo tendrá dudas, sino que las sufrirá, no sólo se encontrará con preguntas sin respuesta, sino que las padecerá. La meditación es pensamiento encarnado, es pensamiento vivido y, en consecuencia, siempre insatisfecho Por lo demás, la meditación tiene principio y final, pero por causas ajenas a su voluntad -¡ya se sabe!, los quehaceres de la vida, cotidiana o no, obligan...-, por su propio dinamismo interno, permanece siempre interrumpida, abierta e inacabada, rehaciéndose constantemente como ocurre con los cuentos -en especial los populares-. Tiene la estructura de un diálogo y como tal la “horma” de la oralidad; no es propiamente un pensamiento para ser escrito, no se dice bien, al menos sin tensiones, con la escritura. Es por eso que la meditación necesita permanecer en la coloquialidad oral del diálogo aunque se escriba, dejándose sentir, pero sin eludir, sino todo lo contrario, buscando la templanza y el rigor del concepto, pero sin abandonarse a su pureza, puesto que ésta implica olvido, vacío y la despersonalización de lo vivido, que es justamente lo que no se quiere en la meditación. Por otro lado, tampoco se lanza en los brazos de las imágenes y metáforas que guardan los recuerdos con los que se teje la experiencia, que se volverían insignificantes en el relato inacabable de los infinitos instantes como le ocurre a “Funes, el memorioso” (Borges). Pensar y sentir son uno en la meditación, así como concepto y metáfora, unidos, son y conforman la “palabra”. De alguna manera, la metáfora es la vida del concepto, su memoria, pero, por otro lado, el concepto es el sentido, el significado de la metáfora. De aquí que la meditación sea primordialmente búsqueda del sentido y de la significancia de lo vivido, a la vez que es vivir el sentido y el significado de la palabra.


(ii) Sobre la experiencia religiosa en general: Misterio, Fe y Persona.

(A) el misterio.

Hasta el momento nos hemos referido a la experiencia en general, sin mayores especificaciones, y a su carácter personal, sin dar, tampoco, justificación alguna. Conviene, por tanto, explicitar ahora el tipo de experiencia al que nos estamos refiriendo, que nos es otra que la experiencia de fe o experiencia de Dios, dando como hecho inconcuso que es accesible para cualquiera, que la experiencia humana es rica, múltiple y plural; ofreciéndonos en su diversidad los diferentes aspectos o dimensiones de la realidad y de sus relaciones. Desde el punto de vista humano (antropológico), la experiencia de Dios nos muestra la realidad en su dimensión teologal, es decir: la realidad vivida y experienciada como horizonte abierto a la trascendencia. La realidad vivida en su dimensión teologal nos remite y empuja hacia una presencia que es percibida como fundamento y origen de todo lo que llamamos mundo, y como fuente de sentido de todo lo que existe. “Sentido” en el que podemos distinguir, pero no separar, dos aspectos que se implican mutuamente: por una lado, todo lo que existe está “llamado” a una plenitud de ser en esa presencia trascendente; pero, a su vez, esta “llamada” nos permite descubrir que todo lo que existe posee ya una riqueza de ser, una firmeza, una solidez -o dignidad, si se prefiere decir así-, a pesar de todos los riesgos que implica la finitud: y entre ellos el mal, que no cabe minimizar ni eludir, pues es capaz de convertir el sin sentido en realidad de hecho y de constituirse en positiva contrarrealidad.
No sólo por su fundamento y origen -la presencia trascendente-, sino por el carácter “dado” de su ser, que, en la experiencia de Dios, por muy paradójico que nos parezca, lo existente se nos muestra no en su indigencia y contingencia, sino en su plenitud y “eternalidad”, nos dirá Zubiri. Kierkegaard nos lo dice de otro modo: lo existente como posibilidad real de plenitud y la eternidad que encierra el instante. En ambos casos lo “dado” se percibe como realidad propia que se pertenece a si misma, pero en cuanto que “dado”. Se es por otro. Y desde la perspectiva, que nos proporciona la experiencia de Dios, descubrimos nuestro valor, que incluye todo lo existente, y percibimos nuestra plenitud posible en este mundo, siempre amenazada, a la vez que realizada siempre en Él. En la experiencia de Dios se da, por tanto, una experiencia de alteridad radical extrema en la que no sólo se evidencia nuestra apertura a la realidad y a las cosas de este mundo, sino una radical apertura a la trascendencia de la realidad del Otro, que abarca tanto a Dios como al Mundo. Dios es trascendente en el mundo y el mundo se trasciende, es más que si mismo en Dios.
“¿Qué sea este Otro?” es una cuestión que queda abierta siempre, porque el “hecho” o “suceso” o “situación”, por la cual acontece la experiencia del Otro, desborda, queda más allá de lo inmediatamente aprehendido. Lo “percibido” -en su sentido más amplio y general- lo es como Misterio. Respecto a Él, todo queda significando otra cosa de lo que es -o puede ser, desde un punto de vista estrictamente humano-. La experiencia del Misterio es esencialmente teocéntrica: todo queda ratificado en su ser y dotado de sentido -aunque no sepamos cual es ni en qué consista-, pero sí inspirando y exigiendo respeto. Este nuevo aspecto de la realidad es el que se expresa con los términos “Creación” y “creatura” cuando nos referimos al mundo y a las cosas. Es muy importante que asumamos con todas sus consecuencias esta noción de Misterio tal y como nos la ofrece la fenomenología de la religión, porque con ella nos referimos a algo universal y primero presente en toda experiencia religiosa. La manifestación de este Misterio es múltiple y variada, así nos lo enseña también la historia de las religiones: Dios aprehendido como Misterio es, posiblemente, el dato positivo y primordial con el que podemos contar a la hora de intentar dar cuenta de lo que Dios es. Refuerza esta consideración el hecho de poder constatar que la historia de la teología nos muestra también que todo intento de “teologizar” a Dios ha desembocado siempre -y sigue haciéndolo- en el silencio, en la imposibilidad de decir a Dios en cuanto tal. Si conservamos, por tanto, respetándolo, el silencio indecible del Misterio, dado en la experiencia, sin querer abordarlo con pretensiones quiméricas e imposibles, podemos ensayar lo que en apariencia y en principio parece imposible, que es intentar mostrar lo razonable y verificable de las “imágenes” que nos hacemos de Dios y que intentan de buena fe expresar la experiencia del encuentro con Dios. No podemos olvidarnos, ni por un momento, de que sólo “imágenes” podemos balbucear de Él.
“¿Qué queremos decir con ensayar la comprensibilidad de Dios?” Más o menos lo siguiente: dichas “imágenes”, aunque sean humanas, son, sin embargo, necesarias e inevitables. No se trata de una necesidad lógica, ni trascendental, sino de un hecho “genésico” -si se me permite la expresión-. Estas imágenes “se nacen”, “se originan” en nosotros, pero a pesar de nosotros, se nos imponen, por decirlo de alguna manera, en la experiencia y por la fuerza de la experiencia. Que están mediatizadas por el contexto histórico, psicológico y sociológico de la persona o comunidad afectada, no cabe la menor duda, por eso no dejan de ser constructos humanos, pero a su vez, no del todo. Pues si atendemos a su intencionalidad expresiva, descubrimos que lo que quieren expresar de verdad es “algo-que-les-viene-dado”: el hecho acontecido de la aprehensión primordial del Misterio. De ahí se deriva su inevitabilidad, pero no en el sentido de la ilusión trascendental kantiana o esperanza utópica, sino que son expresión de la “huella”, el “rastro”, en definitiva, de la “impresión” que deja, queda y se apodera de nosotros el Misterio, en su encuentro con nosotros. Creo que, se podría añadir, en este carácter dado de la experiencia de Dios reside el momento de verdad del quietismo (M. de Molinos): el carácter dado de la experiencia muestra la “radical pasividad” con la que es vivida por el ser humano y la importancia que tiene este hecho en el proceso de elaboración de las Imágenes de Dios.
La pasividad radical -o sentiente o momento pático de la experiencia- implica y muestra la “distancia-insalvable” entre nosotros y el Misterio. Por insalvable no queremos decir que la distancia sea infinita o abismal, sino sencillamente que permanece y no desaparece, nuestra relación con Dios guarda siempre las distancias: ya sea como distancia próxima o como proximidad distante. Zubiri lo ilustra de una manera un tanto chocante, nos viene a decir que la distancia entre Dios y una hormiga no es el infinito, sino una hormiga. Es una manera de decirnos que lo sentido queda como alteridad en distancia en la inmediatez de lo sentido. Quizás Nietzsche se está refiriendo al mismo hecho cuando nos habla del “pathos de la distancia” . No obstante lo que nos interesa ahora resaltar es que la pasividad radical no sólo muestra las distancias, sino que las imprime en el proceso de elaboración de “imágenes” mostrando su carácter “veridictado”, es decir: la intención de dichas “imágenes” es decir y mostrar las manifestaciones del Misterio; dicho de otro modo: la imagen que Dios quiere dar de sí mismo, lo que no quieren ser es la imagen que nosotros nos hacemos de Él. Ningún ser humano de buena voluntad (sea creyente, ateo o agnóstico) se conforma con un Dios hecho a nuestra imagen y semejanza, lucha y se rebela siempre titánicamente contra este hecho, ya sea de una manera consciente o inconsciente (Benjamin, Horkheimer, Camus, Dostoyevski, Mounier,Rahner, Congar, Balthasar, Moltmann, Metz, Tamayo, Torres Queiruga, Vives, Rovira, Raurell, etc...). Por eso la “pasividad radical” se convierte, en el ámbito de la expresión, en criterio teólogico de discernimiento crítico entre las falsas y verdaderas Imágenes de Dios. Porque entre otras razones, si algo queda claro en la experiecia del Misterio es que nadie ni ninguno puede hablar en su Nombre. Las vicisitudes del Arca de la Alianza en el Libro de Samuel dejan claro que Dios no necesita a nadie para librar sus propias batallas, que para eso, él solo se vale. Sus intervenciones y manifestaciones en la historia de la humanidad responden a algo que a los seres humanos nos cuesta y nos resistimos a entender. La historia nos permite hablar de éxito y fracaso de las religiones, de eso no cabe la menor duda; sin embargo, la lucha continúa y la esperanza permanece interpelándonos sin cesar. Tantas veces como reducimos las Imágenes de Dios a imágenes nuestras se suceden las exclusiones y los fundamentalismos. Se pierde de vista la universalidad, que no es relativismo -porque Dios sigue siendo muchísimo más grande que nosotros mismos-, de la experiencia del Misterio, se particulariza. Su palabra, al creerla nuestra, dispersa y separa, deja de unir y convocar y aparece el fenómeno la diáspora y la dispersión. Cuando la experiencia de Dios se antropocentriza se fragmenta, justamente porque quiere ser uniforme y homogénea. Cuando en esencia es universal, plural y diversa, necesitada de diálogo constante, porque la experiencia de Dios es diálogo fundante y experiencia a la que todos pertenecemos, porque en ella estamos. La particularización de Dios da lugar a la idolatría y a la necedad. Se deja de estar en su presencia y se pasa a vivir en los tribunales –y no precisamente como jueces, cuya figura se desdibuja hasta confundirse, a veces, con la del verdugo, “¿Qué son Caifás y Pilato?”–. Por el contrario, cuando nos mantenemos fieles a la experiencia originaria, sus “imágenes”, por muy simples y elementales que puedan ser –posiblemente en apariencia por ignorancia–, conservan y poseen la fuerza reveladora e inspiradora de siempre. Superando, aunque no sin dificultades, nuestra apropiación mostrando su donación, las barreras del tiempo y de la historia. Los principales enemigos de las manifestaciones de Dios y sus expresiones han sido siempre el tedio y el olvido, pilares de toda clase de idolatría. También la falsificación, pero nunca la falsación o la refutación, en definitiva la verdad histórica de los hechos.


(B) La fe.
La madeja de nuestra reflexiones han intentado avanzar desenrollándose en espiral, siguiendo un movimiento concéntrico que pretende llegar a un punto final. De la experiencia en general, hemos pasado a la experiencia religiosa y ahora, de ésta, intentaremos pasar a la experiencia cristiana y bíblica, desde la cual hablaremos. Para ello necesitamos, para que no se den demasiados saltos ni fracturas y mantener una continuidad, afrontar la cuestión de la accesibilidad del Misterio o, dicho de otra manera, intentar que sea más explícito el momento sentiente y pático de la experiencia: la cuestión de cómo “se-queda” con nosotros y en nuestra aprehensión la actualización o presentización de la Alteridad. Es la cuestión del “misterio de la fe”.
“¿Qué es la Fe?” y “¿Por qué es un misterio?” son preguntas difíciles y las respuestas que podamos encontrar no son concluyentes ni definitivas. Como preguntas religiosas poseen una dimensión enigmática que nunca se despeja, pero no por ello son preguntas “irracionales”, sino que, por el contrario, descubrimos y palpamos, desde el principio, que la fe no es incompatible con la inteligencia, ni con la voluntad ni el sentimiento. Las envuelve y las deja “suspirando”, inquiriendo y marchando hacia la Alteridad. “¿Cómo explicamos esto?”. Lo intentaremos del siguiente modo: la fe presupone la experiencia de Dios, en ella se descubre el “fondo personal” de toda la realidad, un fondo que se muestra trascendiéndolo todo, pero sin dejar de estar presente en todo. La realidad entera desvela su intimidad, su interioridad, su no ultimidad y su anclaje fundante en “Alguién” –porque esta Alteridad es percibida como persona, como sujeto, como un tú, en definitiva–. Pero al mismo tiempo descubre su extimidad y su exterioridad respecto a ese “Misterio”. La realidad “cae en la cuenta” de que es por Otro –“¡sí!”–, pero que es a través de ella misma que se manifiesta ese Otro. La presencia del Otro se da en ella y por ella, pero no por causa de ella, sino por iniciativa de Él. Zubiri lo expresa de este modo: “Dios es accesible en y por el mundo” y “Las cosas reales son la presencia personal de Dios” y “Jamás, ni en el acceso supremo de los grandes místicos, se accede a Dios sin las cosas o fuera de ellas: se accede siempre a Dios en las cosas” (HD 186). Porque, en definitiva, Dios es trascendente en las cosas –como él mismo dice y también González Faus cuando explica el concepto de “panenteísmo”–. Dios no es el mundo, pero no llegamos a Él sin el mundo. La fe la podríamos describir –porque definirla no sé, escapa a mis alcances, cortos o largos, hoy por hoy–, a partir de lo que la radicalidad de la experiencia nos muestra, como descubrimiento de que toda la realidad es una estructura constituida por relaciones de pertenencia, tanto internas como externas. Toda la realidad, incluidos los seres humanos, estaría en una relación de pertenencia a Dios, de estar en sus manos. Sería Él, el único que podría decir con justeza, exactitud y plenitud, “mi Mundo”, al formar parte de su intimidad, que nosotros no podemos dejar de vivirla como extimidad. Pero, al mismo tiempo, la realidad estaría constituida por una red de relaciones de pertenencias recíprocas, por las que en ningún caso, nada ni nadie, puede decir “este mundo es Mío”, pero sí podemos ir decubriendo nuestra intimidad original con él –y no debiera sorprendernos mucho la posibilidad de que la recíproca sea cierta, es decir: la relación íntima que tiene el mundo con nosotros. Posiblemente, sea éste uno de los tantos problemas de nuestro tiempo, y si es así, en él estamos embarcados–. Además de la pertenencia, también descubrimos, en la experiencia de la fe, la entrega a una realidad personal trascendente –que la expresión “personal trascedente” pueda considerarse redundante, es una cuestión que abodaremos en el apartado siguiente– que implica tres notas constitutivas importantes: obediencia, anhelo y sentimiento. En la perfecta obediencia (San Francisco) descubrimos, por un lado, el momento de “tacto”, de estar “sintiendo” a Dios, es el momento de máxima disponibilidad, de autodonación, que tiene en la oración su expresión natural. Pero, por otro, el momento de “escucha”, de estar “sabiendo” (descubriendo, comprendiendo,...) lo que Dios es, quiere y siente, que tiene en la literatura sapiencial y en la espiritualidad de los santos y santas su expresión más genial y magisterial más eficaz. Lo que podríamos llamar “ortodoxia” o “recto pensar”, en su sentido más amplio, es decir: ir sabiéndose que se va, entre tinieblas e inseguridades siempre, por un buen camino, aunque pudiera no ser el único ni el mejor.
El anhelo de Dios, lo que también llamamos “sed de Dios”, que es, a su vez, voluntad de hacer lo que Él verdaderamente quiere (“ortopraxis” o “recto querer”) y deseo por estar definitivamente en Él y con Él (“queriendo como el quiere”). Y, por último, el sentimiento de Dios, que es sentir como Dios siente (“ortopatía” o “recto sentir”), que implica, a la vez, misericordia y amor. Amar como Dios quiere que amemos, dejando que el otro forme parte de nuestra vida y viceversa, en todas las circunstancias y por el hecho de ser otro. Y amar como Él ama, desde la realidad del otro, por eso Dios se hace presencia que habita en la realidad nuestra y en nuestra realidad, pero, al mismo tiempo, con su habitar en nosotros llegamos nosotros habitar en Él. Sin ninguna intención exclusivista ni restricitiva respecto a ninguna religión, creo que puede decirse que en Jesús de Nazareth encontramos un buen ejemplo de lo que significa “amar como Dios nos ama”, Mahavira y Gandhi creo que también lo son. Zubiri siguiendo a San Agustín lo resume así: “la fe es a la vez intrínsecamente y a una, amar y creer. Este es, a mi modo de ver, el exacto creer en Dios: la fe es la entrega personal a una realidad en cuanto verdadera” (HD 214). Creer es obediencia y anhelo; y amar, sentimiento.
Si la oración es la expresión natural y espontánea de la fe, creo que, mejor que la definición de Zubiri, las oraciones de Elizaveta Jur’evna Pilenko, judía monja ortodoxa y revolucionaria, nacida en Riga (1891) y asesinada en Ravensbrünck (1945) y la que rezaba diariamente Gandhi, posiblemente nacida de la espiritualidad jainista, ilustran e iluminan con mayor claridad las tres caracterñisticas de la entrega (obediencia, anhelo y amor). La oración de Elizaveta fue encontrada en el campo de exterminio en un papel arrugado entre sus escasas pertenencias, y reza así:

Nada recuerdo de las Escrituras, tampoco ahora,
no conozco la divina Toráh.
Pero tú me has dado verano e invierno
y cielos y ríos y montes.
No me enseñaste a rezar
siguiendo las reglas y las leyes,
mi corazón canta, como un pajarillo,
a iconos no pintados por mano humana:
al rocío, al alba y al camino,
a las piedras, al hombre y a las bestias.
Recibe, ¡Oh, Justo y Severo!,
mi única palabra mía:
¡Creo!

En la oración de Elizaveta podemos observar la entrega como obediencia y nos muestra el sentimiento amoroso hacia la realidad y Dios, o diciéndolo de una manera más drástica: nos muestra que la fe, en cuanto sentimiento, es amor. En la oración de Gandhi se expresa la fatiga que representa para el ser humano, la “cruz” que significa, “querer como Él quiere”, el anhelo y la confesión de amor que es la fe:

Ya te sientas fatigado o no, ¡oh, hombre!, no descanses
no ceses en tu lucha solitaria,
sigue adelante y no descanses.
Caminarás por senderos confusos y enmarañados
y sólo salvarás a unas cuantas vidas tristes.
¡Oh, hombre!, no pierdas la fe, no descanses.
Tu propia vida se agotará y anulará,
y habrá crecientes peligros en la jornada.
¡Oh, hombre!, soporta todas estas cargas, no descanses.
Salta sobre las dificultades
aunque sean más altas que montañas
y aunque más allá sólo haya campos secos y desnudos.
¡Oh, hombre!, no descanses hasta llegar a esos campos.
El mundo se oscurecerá y tu verterás luz sobre él
y disiparás las tinieblas.
¡Oh, hombre!, aunque la vida se aleje de ti, no descanses.
¡Oh, hombre!, no descanses;
procura descanso a los demás.

La descripción, que no definición, de la fe que hemos ensayado nos permite distinguir entre lo que la fe “nos hace creer” –y el sentido que tienen los enunciados que afirmamos desde ella: tanto las Escrituras como las reflexiones teológicas y exegéticas sobre las mismas y la tradición fundada por dicha fe–, y “creer en lo que decimos que dice la fe”. Lo primero es fe, pero lo segundo es creencia –y no fe–.La meditación sobre la primera da lugar a lo que llamamos el “conocimiento de la fe” -o “de Dios”-, pero la reflexión sobre la segunda da lugar a la ideología religiosa, la cual corre siempre el riesgo, por su preocupación por justificar y legitimar, de convertirse en soporte y coartada de la idolatría y de la necedad, incurriendo en la mayor de las perversiones en las que puede caer la experiencia religiosa, teniendo en cuenta que ninguna experiencia humana está exenta de este riesgo. A sabiendas de que citar la Biblia es arriesgado, creo que Lc 6, 43-49 ilustra lo dicho con claridad: “Porque no hay árbol bueno que dé fruto malo y, a la inversa, no hay árbol malo que dé fruto bueno. Cada árbol se conoce por su fruto. No se recogen higos de los espinos, ni de las zarzas se vendimian uvas. El hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca lo bueno, y el malo, del malo saca lo malo. Porque de lo que rebosa el corazón habla su boca.
¿Por qué me llamáis: ‘Señor, Señor’, y no hacéis lo que digo? Todo el que venga a mí y oiga mis palabras y las ponga en práctica, os voy a mostrar a quién es semejante: Es semejante a un hombre que, al edificar una casa, cavó profundamente y puso los cimientos sobre roca. Al sobrevenir una inundación, rompió el torrente contra aquella casa, pero no pudo destruirla por estar bien edificada. Pero el que haya oído y no haya puesto en práctica, es semejante a un hombre que edificó sobre tierra sin cimientos, contra la que rompió el torrente y al instante se desplomó y fue grande la ruina de aquella casa”.


(C) la dimensión personal..

No nos aventuraremos a definir qué es persona, puesto que el problema es lo suficientemente complejo como para desbordar mis competencias y posibilidades. Pero si nos atreveremos a insinuar y a referirnos a ciertos aspectos de la cuestión personal.
En primer lugar cumplir con lo prometido. En el apartado anterior hacía uso del concepto “realidad personal trascendente” y me hacía cuestión sobre la posibilidad de que fuera una expresión redundante. “¿Qué quería decir con esto?” Ahora me explico –si puedo–. Es una cuestión actual y candente en el debate ético contemporáneo la delimitación entre lo que es y no es persona, entre persona, cosa y animal. Zubiri desde su metafísica diferencia entre la presencia personal de Dios en las cosas, esencias cerradas, y la presencia de Dios en las esencias abiertas, los seres humanos. Pero lo que filosóficamente puede quedar claro, teológicamente (religiosamente) no lo es tanto, porque en la experiencia de Dios “lo sagrado” se revela como un trascendental que envuelve –pero que puede ser considerado como trascendental matriz– los trascendentales de la realidad (verdad, belleza y bien). En el jainismo, en el chamanismo y en los diferentes animismos, podemos observar una “personalización” de la realidad, hay el reconocimiento de que son algo más que ellas mismas, pero también la percepción de que son algo más de lo que puedan significar para nosotros. La distinción zubiriniana entre cosa-real y cosa-sentido puede hacernos más cómoda la explicación. La cosa-real trasciende a la cosa-sentido. Y si lo real de la cosa es Dios trascendiendo en ella, no está tan claro que las esencias cerradas lo sean tanto, que su “ensimismamiento”, como dice Zubiri, pueda ser considerado hermetismo puro y duro. La regla de oro del Jainismo reza así: “No importa ante qué cosas del mundo se encuentre el hombre, debe actuar y tratar a todas las criaturas del mundo como él quiera ser tratado” (Sutrakritanga 1. 11.33). Y Job, entrelazando las relaciones de justicia entre los hombres con las relaciones de justicia entre los hombres y la tierra, protesta así: “Si mis campos me acusan, si lloran sus surcos, porque he comido sin pagarlos sus frutos, con el sudor de los que los trabajan, ¡que crezcan cardos en lugar de trigo y herbazal en lugar de cebada” (Jb 31, 38-40). La persona como cuestión filosófica está abierta, estamos lejos de haber llegado a afirmaciones concluyentes.
En lo que respecta a la persona como problema ético, Torralba sostiene la necesidad de seguir manteniendo la distinción entre persona y cosa, pues perder de vista esta diferencia sin argumentos concluyentes tiene consecuencias éticas fatales y hasta letales, su recomendación, su posicionamiento es un ejercicio de prudencia, ante un problema que está lejos de estar cerrado. Él opta por cargar con el problema, que es lo que hay que hacer cuando no tenemos soluciones, y la necesidad de enfrentarse a él. Es muy significativo que al final de su libro sobre la dignidad humana pasa de la argumentación contrastada a la “narración” de Simone Weil, donde, curiosamente relata el carácter sagrado del ser humano –cito de su libro–: “Desde la más tierna infancia y hasta la tumba hay, en el fondo del corazón de todo ser humano, algo que, a pesar de toda la experiencia de los crímenes cometidos, sufridos y observados, espera invenciblemente que se le haga el bien y no el mal. Ante todo es eso lo sagrado en cualquier ser humano.
El bien es la única fuente de lo sagrado, Únicamente es sagrado el bien y lo que está relacionado con el bien” (o.c. 404).
¿En que podría consistir la redundancia? En el hecho de que lo personal es lo trascendente a la cosa y al ser humano. Si nos quedamos en la distinción clásica entre persona y cosa, lo personal sería un trascendente muy peculiar, la persona sería aquello en lo que deviene el ser humano (Kierkegaard), si su existencia es realizada y posibilitada, pero también persona es vulnerabilidad radical (Levinas) si su vida es malograda, si la persona se queda “en lo que podría haber sido”.
Podemos referirnos ahora a otro aspecto de la cuestión. Zubiri ya lo señala y lo dice explícitamente. El problema de la persona no es sólo una problemática, sino que roza, cuando menos, un problema más grave que es el de un cambio de paradigma. Desde los capadocios, como le gusta decir, pasando por San Agustín, San Buenaventura y Santo Tomás hasta nuestro días, nos viene a decir que estaríamos incardinados en una larga marcha hacia un “visión personal de la realidad”, comprender la realidad desde la “causalidad personal”, algo de eso es lo aprehendido por la experiencia religiosa y, en particular, por la bíblica y cristiana.
Y una última referencia, que más que tal, sería una analogía retórica: Del mismo modo que Dios se manifiesta en el mundo y el mundo puede transparentarlo a Él, la persona humana puede manifestarse y realizarse a través de su acción en el mundo y dicha acción transparentarla a ella –quedando abierta la cuestión de si hay alguien más: el resto de las cosas reales, que nos acompañan en nuestra marcha hacia Dios y que no viajamos, en consecuencia, solos–.



(iii) La experiencia cristiana.

La fe y la experiencia de Dios son siempre concretas, se dan y se realizan en la historia de los hombres de múltiples maneras y con manifestaciones diversas, como venimos indicando. Se da siempre un “lugar teológico” desde el que se realiza la experiencia. El lugar y la manera de producirse la experiencia marcaran “canónicamente”, a través de las mediaciones culturales e históricas, el desarrollo y la autocomprensión de dicha fe. Pues bien, la teología y exégesis bíblicas confirman y muestran los elementos constituyentes de la experiencia de Dios del pueblo hebreo y como determinan la expresión de la fe cristiana. A su vez nos muestran como interpreta la fe cristiana la experiencia del Antiguo Testamento a partir de la experiencia de Dios en Jesucristo.
La experiencia de Dios en la vivencia hebrea acontece como liberación, como intervención de Dios que libera a su pueblo de la esclavitud. Este carácter de liberación se convertirá en “canónico”, para la fe hebrea, para entender la experiencia de salvación. “Dios salva liberando de la esclavitud” constituye el núcleo de la fe de Israel. Ahora bien, no sólo en la experiencia de Dios se da este momento fundante, sino también el “lugar teológico” desde el que se comprende y vive esa fe inaugural. La exégesis de los texto bíblicos nos dice que el “lugar teológico”, por excelencia, de la fe de Israel, es la experiencia del exilio. Es desde el exilio que tomarán forma y estructura prácticamente definitivas lo textos que forman la Biblia hebrea (Ley, Profetas y Escritos).
¿De qué manera determina el Exilio, como lugar teológico, la experiencia de Dios? Lo intentaremos decir del siguiente modo: Tiempo, Espacio y Mundo son categoría típicas con las que intentamos explicar y comprender la realidad. Pues bien, estas categorías teologalmente vividas son expresadas en términos de Porvenir, Camino y Creación. El tiempo, teologalmente vivido, se entiende como “porvenir”, como tiempo de la promesa. “Porvenir” o tiempo de la Promesa significan “tiempo de vida”, “tiempo de cumplimiento y realización de la promesa”. El tiempo lo es si es tiempo de vida. Y es tiempo de vida si el presente lleva en sus entrañas el futuro, si el hoy está preñado de mañana. Un presente sin mañana, teologalmente vivido, implica la “muerte del tiempo” y el “tiempo de la muerte”. ¿Cómo se gana el futuro? Manteniendo vivo la experiencia del pasado en el presente. La vida del pasado es el fundamento de la esperanza. El recuerdo de la promesa nos permite confiar que el hoy, por muy negro que sea, tendrá mañana, porque Yahvé jamás abandona a su pueblo y siempre lo libera. Descubrir el tiempo como promesa y porvenir permite darse cuenta de que el presente, para que lo sea, debe tener entrañas, que “miran” y “exhalan” por un mañana de misericordia (hesed). El Tiempo de la Promesa nos habla de un tiempo decisivo, como en el salmo n.1, de un tiempo que es de vida o muerte: o sabiduría o necedad.
El espacio se tranforma en “éxodo”, en camino y caminar. La fe de Israel no es una fe de epifanía sino de promesa, por la cual el horizonte último no es el mundo, ni el rito ni la fiesta, sino el cumplimiento de la promesa , que en el exilio, se descubrirá, que no es la Tierra Prometida, sino la revelación de Dios mismo, el encuentro definitvo con Dios, pues Él es el único que se mantiene fiel y libera, mientras esto no suceda todo horizonte es penúltimo. La experiencia del éxodo enseña que si baja el ser humano la mirada y se deja de tener presente a Dios y su promesa, en la cual Él se incluye –por eso el cumplimiento es a la vez revelación– la vida deja ser camino para convertirse en un teatro. Y con él nacen la idolatría y la necedad. Y con ellas la esclavitud y la opresión del hombre por el hombre y de la naturaleza por el hombre. Desde la fe de Israel la idolatría y la necedad son comprendidas como auténticas amenazas de muerte. Por eso los profetas denuciaran la ignorancia de Dios, el dejar de cumplir sus mandamientos, y llamarán a “hacer justicia a la viuda, al huérfano y al forastero”, porque el conocimiento de Dios es misericordia. Y sin misericordia no hay esperanza. Y sin esperanza no hay fe y la confianza en Yahvé se olvida. Entenderán el pecado como lo que oscurece la esperanza y y el escándalo como lo que impide la fe. Y no hay mayor escándalo que la muerte del justo y del inocente en manos de los necios: el triunfo del verdugo sobre la víctima.
El mundo se transforma en creación y todo lo que existe en creatura. La creación es como la palabra (Dabar), siempre misteriosa, de Dios. El mundo comprendido como creación no está cerrado sobre sí mismo e impide que se idolatrice. Y en Job descubrimos algo más: que la experiencia del Dios de Israel no es ingenua, ni espiritualista ni legalista, sino que es universal y de un realismo que roza lo insoportable, porque la experiencia de Dios de Job , lo es desde la desdicha. Y muestra que el fracaso y la derrota del bien y de la justicia en este mundo deja intocado su valor y sentido. Su fracaso hace más patente su verdad y el sin sentido de la necedad. El sufrimiento del inocente, la desdicha de la que habla Simone Weil, permite descubrir la “inocencia original” de la creatura y como sólo se puede se rescatado y restituido por la Trascendencia.
Que las categorías teológicas que conforman la fe de Israel están presentes y guardan perfecta sintonía con la fe cristiana es algo bastante evidente. Sin embargo, el cristianismo rompe con la fe tradicional de Israel, por que en su experiencia de fe encierra un novedad que acabará con su expulsión de la sinagoga, pero también a un quere vivir, desde el principio dicha novedad. Hemos de hacernos la mismas preguntas: ¿Cuál es la experiencia canónica? La resurrección de Jesús. Y ¿Cuál es el lugar teológico desde el que se autocomprende la fe cristiana? La persecución
Respecto a la primera respuesta, ¿qué queremos decir con resurreción? Que la primera comunidad cristiana no sólo vivió la muerte de Jesús, sino que vivió también la “experiencia del Resucitado” y la vivió como experiencia de Dios, es decir como experiencia de fe. En la experiecia de la Resurrección percibieron ha Dios interviniendo y manifestádose, sintiéndola como realización y cumplimiento escatológico de la promesa, que gran parte de la fe de Israel compartía, de la resurrección de los muertos. Esto lo vivieron como misterio revelado los que ya, de alguna manera, creían y seguían a Jesús. Pablo es la excepción, pero su ejemplo, muestra que la “experiencia del Resucitado” es un “misterio de fe” Resurrección que no va ligada a la revitalización de un cadáver ni ha un sepulcro vacío, sino a la “experiencia de las apariciones” que, como acabo de decir, se viven como revelación del Misterio de Dios. En Jesús, la muerte no fue la última palabra, sino la Resurrección y el Cumplimiento. La escatología del Antiguo Testamento vivida bajo la forma de la promesa, alcanza su realización con la resurreción de Jesús. (Moltmann) Creer en el Resucitado es lo que nos hace cristianos y nos descubre nuestra pertenencia a Él. Y en este sentido, iguala a todos los cristianos, a la primitivas comunidades cristianas y a nosotros. Todos, para ser creyentes hemos de creer por fe en el Cristo resucitado, hemos de participar en la “experiencia del Resucitado” (Kierkegaard).
Tomando como punto de partida las reflexiones de Torres Queiruga sobre la Resurrección, creo que estamos en condiciones de poder afiermar lo siguiente: primero, si la fe significa entrega y sus notas constitutivas son la obediencia, el anhelo y el sentimiento, en la experiencia cristiana de la fe, la entrega es “seguimiento” de la vida de Jesús, cumplimiento de “su fe en Dios”. Creer en Jesús nos religa a la “fe de Jesús”, a vivir el Misterio de Dios como Dios-Padre. Pero, también, de la naturaleza concreta de la entrega cristiana, se desprende la “ob-ligación” específica de la obediencia, del anhelo y del sentimiento, que se concretan de la siguiente forma: la obediencia como “cristificación” que en palabras de Pablo se expresa así: “Porque ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya vivamos ya muramos, del Señor somos. Porque Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos.” (Rm 14, 7-9). El anhelo como “voluntad de Verdad” que el evangelio de Juan lo expresa así en la oración de despedida de Jesús: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero y al que tú has enviado, Jesucristo” (Jn 17, 3). Y, por último, el sentimiento “Dios es amor” y que el evangelio de Juan lo expresa con estas consecuencias: “Le dice Judas -no el Iscariote-: Señor, ¿qué pasa para que te vayas a manifestar a nosotros y no al mundo?. Y Jesús le respondió: Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos y haremos morada en él”( Jn14, 22-23).Si la crítica exegética tiene razón respecto al evangelio de Juan: es el evangelio donde menos “dichos” de Jesús hay, pero también es el evangelio donde se expresa una cristología más elaborada y densa, es decir, una expresión y comprensión de la “fe en Jesucristo”, con voluntad de expresar fielmente lo vivido como revelación, en cuanto tal.

(Este texto –y téngase en cuenta los paréntesis– me sugiere la reflexión siguiente: la posibilidad de estar seducido por la figura de Jesús, que es una forma de amarlo, sin tener la “fe en el Resucitado”, pero que, sin embargo, permite su seguimiento como “vocación de hacer el Bien” como se expresa en Mt 25, 31-45. También nos deja pensar, por otra parte, en la posibilidad de que conocer la “figura” de Jesús no significa primariamente “tener noticias de él” -históricamente hablando-, sino sentir esta vocación por el Bien, tener la ternura y el tacto de no vulnerar lo vulnerable, sino auxiliarlo y empujarlo hacia su plenitud de ser. Si los caminos de Dios son infinitos, no debería sorprendernos demasiado que los caminos hacia Jesús también lo sean. Verlo así, permite tener una habitud serena respecto al carácter universal de la experiencia de Dios, exigente de diálogo y compenetración entre las diversas confesiones. No es condición necesaria que descubrir, también, a Dios en la experiencia de otro implique perder la nuestra o relativizarla, puede significar, de hecho, todo lo contrario, enriquecerla y, en consecuencia, un mayor discernimiento de lo que de verdad Dios quiere de nosotros y de lo que esperamos de Él. Que es tanto como reconcer y ver la necesidad y la posibilidad de una “teología universal”, de una teología de las religiones. Nadie puede apropiarse de Dios, es Dios quien se apropia de nostros. En esta teología primera y universal se fundamenta y muestra lo que significa de verdad tener una fe fuerte y una teología sólida, otra cosa sería tener que aceptar la debilidad de nuestra fe y ideologismo de nuestra teología).

Respecto a la segunda respuesta: ¿qué queremos decir con persecución? Estamos en condiciones de referirnos a tres cosas: la primera, recordar que cuando estamos hablando de “persecución” nos estamos refiriendo al “lugar teológico” desde el que se autocomprende la fe cristiana. Segundo, este lugar es la Cruz: el Resucitado es un Crucificado. Y tercero, la “persecución” aparece como “categoría” y “misterio de fe”, como contenido teológico -en definitiva- en el Sermón de la Montaña, es lo que se denomina el “escándalo” de las Bienaventuranzas.
Que la persecución y la expulsión acompañaron al cristianismo primitivo es un hecho histórico que puso a prueba la “fe en el Resucitado”, expresándose en clave no sólo escatológica, sino apocalíptica, el carácter soteriológico de la fe en Jesucristo. La aceptación del martirio como prueba de la fe en la Resurrección y confirmación de la esperanza. Morir en Cristo como forma de vida eterna. Ante tan terrible realidad se enfrentaron los primeros cristianos, acatándola y ganándola como forma de revelación del Misterio de Dios.
Con la identificación de Jesús con Dios, el escándalo de la cruz implicaba creer en un Dios-Crucificado y, reconocer en este hecho, una manifestación de su Misterio: que Dios es crucificado por el hecho de ser Dios y que Dios muere verdaderamente en la cruz. Dios se ausenta de nuestras vidas, se abandona al más abismal de los silencios en su muerte. Dios une suerte a la suerte de las víctimas. Si ella mueren, Él también. En cierta manera, tampoco nos debería extrañar demasiado, si las víctimas “son idas”, por qué iba a quedarse con nosotros en lugar de irse con ellas. ¿Quién le necesita más, nosotros o ellas? Wiesel relata con dureza este hecho terrible y misterioso: “Un día que volvíamos del trabajo, vimos tres horcas levantadas en el recinto de llamada, tres cuervos negros. LLamada. Los SS a nuestro alrededor, con las metralletas apuntándonos: la ceremonia tradicional. Tres condenados encadenados y, entre ellos, el pequeño pipel, el ángel de los ojos tristes.Los SS parecían más preocupados, más inquietos que de costumbre. Colgar a un chico ante millares de espectadores no era poca cosa. El jefe del campo leyó el veredicto. Todos los ojos estaban fijos en el niño. estaba lívido, casi tranquilo, y se mordía los labios. La sombra de la horca lo cubría.El lagerkapo, esta vez, se negó a servir de verdugo. Tres SS lo reemplazaron,Los tres condenados subieron a sus sillas. Los tres cuellos fueron introducidos al mismo tiempo en las sogas corredizas.-¡Viva la libertad!- gritaron los adultos.Pero el pequeño callaba.-¿Dónde está el buen Dios, dónde está? -preguntó alguién detrás de mí.A una señal del jefe de campo, las tres sillas cayeron. Silencio absoluto en todo el campo.En el horizonte, el sol se ponía.-¡Descúbranse! -aulló el jefe del campo.Su voz estaba ronca, Nosotros llorábamos.-¡Cúbranse!Luego comenzó el desfile. Los dos adultos ya no vivían. Su lengua colgaba hinchada, azulada. Pero la tercera soga no estaba inmóvil: el niño, muy liviano, vivía aún...Más de media hora quedó así, luchando entre la vida y la muerte, agonizando ante nuestros ojos. Y nosotros teníamos que mirarlo bien de frente. Cuando pasé delante de él todavía estaba vivo. Su lengua estaba roja aún, sus ojos no se habían apagado.Detrás de mí oí la misma pregunta del hombre:-¿Dónde está Dios, entonces?Y en mí sentí una voz que respondía:-¿Dónde está? Ahí está, está colgado ahí, de esa horca...Esa noche, la sopa tenía gusto a cadáver.” (La Noche)
El seguimiento de Cristo, el vivir como resucitados significa morir en Él como crucificados. Para resucitar hay que morir primero; en consecuencia, también la experiencia de la muerte queda integrada como un hecho teológico en la fe cristiana, respecto al cual no caben evasivas. Otra cosa es que, por fe, este hecho lo vivamos con la esperanza y firmeza de que acontece en Dios, que Dios se revela en su muerte crucificada y está presente en todas la crucifixiones como crucificado. La “fe en el Resucitado” significa que vivir y morir como Él, es resucitar en la muerte, es vida eterna. No es literatura -ahora ya sabemos el porqué- afirmar que la fe no da respuestas, sino sentido; que nacer a la fe significa vivir a la intemperie: San Francisco lo expresa de una manera clara y palmaria en su relato de la “perfecta alegría”.
Y por último, no hace falta reproducir el Sermón de la Montaña, ya sea en su versión mateana o lucana, para mostrar el hecho que J.Botey explica con la sencillez y simplicidad que da la buena fe: “Les Benaurances no són l’anunci d’un model d’actuació humana, sinó l’anunci de qui són els que posseiran el Regne. és un anunci escatològic. No són un codi de moral, no són un codi de drets humans, ni una elaboració filosòfica. és un anunci escandalós i desconcertant: el Déu de Jesús, misteriosament, no solament ens explica quins són els seus preferits i com hem hem de fer per ser preferits seus sinó que els pobres, els últims, són JA posseïdors del Regne. No solamente són persones dignes de pietat i misericòrdia sinó que són, sobretot, imatge de Déu, lloc teològic. No perquè siguin millors que els altres persones sinó només pel fet de ser pobres. No és una qualificació moral, sinó un contingut de revelació” (o.c. pg.42-43)
Una vez descritas las características de la fe cristiana, esperamos estar en condiciones de afron tar la cuestión sobre la “novedad” del cristianismo: ¿Qué Dios nos revela Jesús? ¿En qué Dios creemos cuando creemos en Jesucristo? El Dios que se revela en la fe cristiana es un “Dios vivo”. Un Dios único, pero no solitario, que encierra dentro de sí un dinamismo dotado de intimidad y vida. La estructura interna de la vida íntima de Dios es trinitaria (Padre, Hijo, Espíritu Santo). Pero,¿cómo accedemos a la intimidad trinitaria de Dios? ¿Cómo llegamos a conocerla si a Dios nadie lo ha visto jamás? Nuestro acceso es la “Fe de Jesucristo”, la forma de creer de Jesús. Él se nos muestra radicalmente centrado en el Padre (teocentrismo) e identificado con su voluntad (reinocentrismo), y animado y habitado por la fuerza del Espíritu (pneumocentrismo). Lo que la estructura trinitaria de la “fe de Jesús” revela es que Dios nos es “teomonismo”, ni Cristo es “cristomonismo”, ni el Espíritu es “pneumomonismo”, sino que nuestra comprensión de Dios a través de Jesús presupone una cristología trinitaria y pneumológica. En la “figura de Jesús” observamos el “esplendor” (Balthasar) de la entrega a la presencia del Padre, del anhelo que se identifica con la voluntad del Padre, volcándose en la tarea de realizar el Reino, como camino de encuentro y de realización de las expectativas del Padre. Y “esplendor” de su sentimiento al comprender que Dios es amor y misericordia. Amor que se manifiesta como fuerza restauradora que reifica lo que el mundo vulnera. El Padre aparece en Jesús como el centro de su vida. El Hijo aparece en Jesús como Dios encarnado, embarcado en la tarea de la realización del Reino por amor y mediante la praxis restauradora y posibilitadora de la misericordia. El Espíritu aparece en Jesús como fuerza capaz de transformar la realidad curándola, perdonándola, no juzgándola. En el evangelio de Juan, en el episodio de la mujer adúltera, Jesús no realiza la acción de perdonar, sino de no condenar y restituir su dignidad. El jucio del amor en realidad es un antijuicio, es dejar a Dios ser Dios, permitiendo sellar las heridas y exclamar junto al Job orante: “Yo te conocía sólo de oídas, mas ahora te han visto mis ojos. Por eso me retracto y me arrepiento en el polvo y la ceniza.” (Jb 42, 5-6). La fe en la “fe de Jesús” convoca y une, crea comunidad. El amor lleva consigo el reconocimiento de que el Espíritu de Dios sopla donde quiere: “El Hijo y el Espíritu Santo son las dos manos del Padre por las que nos toca, nos abraza y nos moldea a su imagen y semejanza.” (San Ireneo). La “fe de Jesucristo” se hace en la histoaria, no es una fe de epifanía, sino profética y, en consecuencia, salvadora, esperanzada y eclesial. Su objetivo es la realización del Reino y su final no es la muerte. Raurell enseña que “la poesia feta fe salva la vida” (o.c. 111), dejemos, pues, hablar al poeta:

Al fin de la batalla,
y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre
y le dijo: “No mueras, te amo tanto!”
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Se le acercaron dos y repitiéndole:
“¡No nos dejes! ¡Valor! ¡Vuelve al vida!”
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Acudieron a él veinte, cien mil, quinientos mil,
clamando:”¡Tánto amor y no poder hacer nada contra la muerte!”
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Le rodearon millones de individuos
con un ruego común: “Quédate, hermano!”
Pero el cadáver siguió muriendo.
Entonces, todos los hombres de la tierra
le rodearon; les vió el cadáver triste, emocionado;
incorporóse lentamente,
abrazó al primer hombre; echóse a andar...
(César Vallejo, Masa)


2 el lenguaje religioso y el “logos” teológico.

Es permanente la tensión entre metáfora y concepto en la reflexión religiosa. Nos encontramos con frecuencia con estudios y tratados que pasan, a veces inadvertidamente, de uno a otro. En otros nos encontramos con el reconocimiento del valor propio ya sea del concepto como de la metáfora. El término símbolo aparace por doquier. En nuestras reflexiones hemos querido afrontar el problema, vivir concientemente la tensión inevitable entre ambos, que dificulta seriosamente la elaboración de un discurso teológico. Hemos intentado recurriendo al ensayo y la meditación afrontar el problema de construir un “logos” teológico. No lo hemos hecho solos, sino siguiendo las enseñanzas de Raurell en su artículo “Reto del lenguaje bíblico a la ‘insignificancia’ del lenguaje religioso”, y de Jordi Corominas en su artículo “Filosofía de la religión y teología de raigambre zubiriniana”.
Raurell nos enseña que el lenguaje religioso es de naturaleza metafórica. Distingue entre metáfora y símbolo. La metáfora, nos dice, se apoya en la desemejanza y es la imagen típicamente utilizada por el pensamiento profético. En cambio, el símbolo se apoya en la semejanza y en la analogía, siendo característico, este lenguaje, del pensamiento sacerdotal. La diferencia entre ambas formas de pensar no es antagónica, pero tienen acentos diferentes. El pensamiento profético va a la búsqueda de una realidad todavía por realizar. Por el contrario, el pensamiento sacerdotal afirma la primacía de una realidad y afirma la espera de su realización. Una profesión de fe encierra ambas formas de pensar y así se deja sentir en las diferentes religiones, en concreto en la cristiana. Pero Raurell nos dice algo más, que me parece importante, pues enlaza con una idea expresada por Rahner, tanto en sus tesis sobre la hermenéutica de las proposiciones escatológicas, como en sun artículo sobre poesía y fe cristiana. Lo que nos dice Raurell es lo siguiente: el lenguaje religioso es metafórico por las mismas razones que lo es el poético, que son las siguientes: a) el lenguaje poético o religioso no se adecúa plenamente con la realidad, por eso es veraz, pero no ideológico (=conceptual). En palabras de Rahner, “la poesía funda aquello que evoca”. Por eso Raurell considera al profeta como poeta, porque su palabra (dabar), que no es suya, es capaz de dar y crear vida. Rahner insiste en la poesía como preparación para escuchar la palabra de la “presencia silente” de Dios. Insiste, el mismo Rahner, que las imágenes escatologicas, son precisamente eso “imágenes” y exigen ser entendidas en su “lógica figural” (Auerbach). No soportan la lectura literal. El pensamiento sacerdotal aunque afirme no puede olvidar su matriz figural, debe tenerlo siempre presente. (b) La metáfora es connatural al mecanismo de captación y expresión de la experiencia humana y religiosa. La primera palabra que es capaz de balbucear el ser humano es siempre una imágen. Y en el pensamiento profético adquiere la forma de un “pre-decir”, pues no quiere afirmar, sino mostrar. (c) La metáfora es la expresión de la afectividad, la cual es la apertura originaria al mundo. La metáfora es rica y llena de significado, pero, a su vez, confusa. Es densa, pero todavía sin desplegar.
Concluye, Raurell, que hay que situar el lenguaje religioso dentro del poético, porque, entre otras razones, el lenguaje religioso no es un lenguaje “aparte” del mundo, sino que pertenece a él. El lenguaje religioso es expresión, siempre, de la mentalidad poético-metafórica del horizonte originario de nuestro ser en el mundo –citando a Heidegger–. Por eso, si queremos evitar la “insignificancia” de las imágenes religiosas, la teología debe aclarar, desde lo concreto, la plenitud confusa de las metáforas, y explicar y desplegar la densidad singnificativa de las mismas. Debe, por tanto, la teología reconocerle, para no convertirse en concepto vacío cargado de olvido, al discurso metafórico una función dogmáticamente fundamental –canónica, diría yo, en el sentido zubiriniano– y hermenéuticamente decisiva. El lenguaje de la fe no sólo está atravesado por la metáfora, sino, incluso más, está constituido por ella.
Si Raurell desde la exégesis y la hermenéutica desea dar sentido a la praxis teológica, para que la palabra religiosa sea actual y significante y no ideológica, Corominas, desde la filosofía, persigue el mismo objetivo. Intenta, desde la independencia y autonomía de la filosofía, mostrar la posible fundamentación primera, con validez universal, que puede realizar la filosofía de la religión, no en el sentido de aclarar el significado de una imagen, sino en otra dirección claramente complementaria: desligar a la teología de cualquier dependencia metafísica, y si esto no fuera posible, ser consciente, al menos, de sus presupuestos y no reducir la riqueza de la experiencia religiosa a los límites de una metafísica. Corominas propone como filosofía primera de raigambre zubiriniana, la praxeología de A.González, que podría ser una manera de hacer filosofía sin presupuestos o con presupuestos mínimos, pues su punto de partida consistiría en una descripción y análisis de hechos. Esto lo demuestra , Corominas, en su libro “Ética primera”, en el artículo que estamos comentando, ensaya una aplicación filosófica a la religión. Y que Antonio Gonzalez realiza en su libro “Teología de la praxis evangélica”.
Corominas explica que contrastando los resultados del análisis filosófico del hecho religioso y de su plasmación concreta en la historia –que divide entre momentos: análisi teologal, teoría teologal y teoría teológica teologal– con los resultados de la teología fundamental – que a su vez divide en : análisis teológico, teoría teológica y teoría teologal teológica– permitiría abordar la difícil problemática de la verdad de la religión, la verdad de la fe, pero también su verificabilidad posible y realizada en la historia. Es decir, poder mostrar lo razonable del discurso religioso, lo que tiene de universal y de particular –lo común y distinto de cada religión– y la realidad que aprehende cada discurso religioso. Insiste en que no habría que tener miedo, él lo dice así: “Cabría decir aquí ‘teológicamente’ que el miedo a la razón sentiente es una forma anticristiana de miedo a Dios, al Dios siempre mayor, que cuestiona todos nuestros ídolos y todas nuestras teologías” (Revista, o.c. 74 ). Torres Queiruga insiste, también, que no hay que tener miedo, cuando nos introduce en la aplicación de su método de la mayéutica histórica al problema de la resurreción.
No hemos tratado, por tanto, en el presente escrito, escribir por escribir, sino meditar e intentar, implicándonos en la reflexión, construir un hilo conductor, que necesariamente queda abierto.


3. la justificación de un título como conclusión.

"L'element biogràfic de la teologia com a seguiment de Crist no comporta una creixent subjetivació ni un aïllament en la pròpia vida creient, sinó que es manté en tot moment en la comunitat cristiana" (Evangelista Vilanova)

Son tiempos difíciles para el futuro de Dios y para la fe, pero también para los hombres, mujeres y niños que pueblan este mundo. La sensación de estar dejados de la mano de Dios, de que les hemos dado la espalda. Que parece que no hayan más luces que las de neón. Ni más norte que el espectáculo. Es urgente y necesario “echar raíces”, como dice Simone Weil, recuperar la alegría de la mirada de Dios y la firmeza de la esperanza. Hay que ponerse de pie y volver a caminar, porque el “porvenir” está en entredicho. Son tiempos, posiblemente, de oración y profecía.

1. El temor. ¿Qué es un "discurso de adiós"? Es un género literario bíblico, característico, además, de la literatura intertestamentaria, en la cual halla su mayor desarrollo, alcanzando su madurez con la obra maestra del "Testamento de los XII patriarcas". Su rasgo más sobresaliente consiste en dibujar un "espacio" y un "tiempo", en el marco de una despedida, a veces, acompañado de un banquete, como momento de la verdad, como lugar privilegiado para manifestar lo que el patriarca, convocando en torno a sí a la comunidad, dice , transmite y enseña lo que considera verdaderamente imprescindible para vivir: la fidelidad al temor de Dios.
¿De qué nos hablan los patriarcas? Nos hablan de los "espíritus de la verdad" que Dios dió a los hombres, desde el principio de la creación, para que la vida sea presencia del porvenir y porvenir del presente; y, si utilizamos un lenguaje cristiano- para la realización del Reino.
Los "espíritus de la verdad" de que nos hablan son los siguientes: el espíritu de la vida, que nos enseña que todo el género humano es una familia que forma parte de la creación. Los espíritus de los sentidos (la visión, el oído y el olfato) que nos descubren al otro y a los otros, que nos empujan a desear su bien escuchando su voz y a serles obedientes. Nos enseñan, también, a tener sensibilidad -entrañas de misericordia y sed de justicia- hacia lo concreto e inmediato. Los sentidos del gusto y del placer, con frecuencia engañosos, nos permiten sentir la fruición gozosa y carnal por los buenos alimentos que nos reconcilian con el "ahora y aquí", nos ponen de pie, levantándonos con su fuerza, y dando la cara, nos enseñan a dar gracias por la renovadas energías para caminar y engendrar el futuro. Y, por último, está el espíritu del sueño, la Sabiduría, gracias al cual tenemos la capacidad de imaginar la verdad de la vida y la vida de la verdad, y de distinguirla de la que no lo es.
¿Qué es lo que les preocupa a los patriarcas? Les preocupan los espíritus del error, que se entremezclan con los de la verdad haciéndose muy difícil el "recto discernimiento". Estos espíritus son los siguientes: la lujuria que alimenta la pasión inútil por el lujo y ciega el recto sentido de la vida; la insaciabilidad que hace vivamos por y para el "estómago" -como diría Platón-; la guerra; la vanidad o el gusto por la banalidad; la voluntad de mentira, la envidia y el espíritu de la injusticia que satisfacen sus vanos deseos, no ajenos a instintos homicidas y genocidas, en perjuicio de la vida y de los hombres. Pero, y aunque nos pueda sorprender, también existe el sueño como espíritu del error, la Necedad, que concibe e imagina quimeras de egocentrismo y muerte, presentan la vida verdadera como "presente sin futuro" -como si eso fuera posible- cuando en realidad es otra forma más definir la muerte, de "in-sistir" en la "no-vida". Si al respecto utilizamos el lenguaje cristiano, que nos es más familiar y próximo, enseguida nos damos cuenta de que el Espíritu de la Verdad y la realización del Reino, no son sin sufrir la violencia y la opresión de la Mentira del Antirreino. No, sin luchar y combatir con firmeza y confianza contra ellos, con paciencia y amor al prójimo, con sencillez y pobreza de medios, con rectitud de corazón y generosidad caritativa, con compasión, con amor al trabajo y perdón de las ofensas.
¿Qué es lo esencial para los patriarcas? La fidelidad a Dios. Vivir bajo la mirada de Jesús, si utilizamos un lenguaje cristiano, y habitados por su presencia. En esta fidelidad encontramos la Alegría del presente y la Esperanza del Reino, la confianza plena en su victoria. Y, vivir en ella, significa escribir con tu propia vida