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Balance de un pontificado.

Jaume Botey,
de Cristianos por el Socialismo
10 de abril del 2005

Qué cambió el Vaticano II

Son ya muchos los autores que desde la muerte de Juan Pablo II han dicho que lo que ha caracterizado teológicamente este pontificado ha sido la infidelidad objetiva a los principios que inspiraron el Vaticano II. Lo cual significa que para valorar lo que estos más de 25 años han supuesto de “contrarreforma” hay que ver en primer lugar lo que aquél acontecimiento, cuyo alcance sorprendió al propio Juan XXIII que lo convocó, significó de cambio revolucionario en la historia dos veces milenaria de la Iglesia.

No fue tanto una revolución por el contenido de sus grandes declaraciones, que también, sino por el método escogido. Ante el cambio fundamental que estaba experimentando el mundo y las cada ves más distantes relaciones de la iglesia con él, por primera vez en dos mil años la iglesia se preguntó por el punto de partida de su fundamentación teológica. La pregunta fue: “desde dónde conocemos a Dios?”. Porque los grandes conceptos que a lo largo de dos mil años ha manejado el cristianismo procedían, más que de la biblia, del molde griego de nuestra cultura. De ahí, por ejemplo, el concepto del Dios-poder, del Dios-que-lo-sabe-todo, del Dios-autoridad. Sobre este modelo del Dios-allá-arriba se deducía la concepción pesimista del hombre y de la materia y un modelo de iglesia más como calco de la organización piramidal del imperio romano que una comunidad de fe.

El sólo hecho de formular la pregunta era ya una valentía por parte de la iglesia porque suponía la posibilidad una perspectiva nueva. Y la respuesta del Concilio no dejó lugar a dudas: a Dios se le conoce
- desde la misma historia, no por lo tanto a partir de conceptos filosóficos,
- desde las personas pobres, como sacramentos o señal de Dios
- desde un mundo definitivamente laico y adulto, que no necesita ya la tutela de la religión o la iglesia,
- desde el ecumenismo o la vivencia que las diferentes confesiones religiosas no son sino diferentes caras del mismo Dios.
Se evidenció la posibilidad de un Dios hermano, próximo y se miraba por consiguiente el mundo con confianza y el progreso científico o moral como la positiva presencia de este Dios encarnado en los acontecimientos.

En el S. XVI Copérnico había cambiado la visión que hasta entonces se tenía del sistema solar y de la relación Tierra-Sol. A ello se le llama revolución copernicana. El Vaticano II supuso una revolución copernicana en teología. En lugar de una teología de arriba a abajo, deductiva, a partir de los grandes principios, se cambió la perspectiva, se construyó una teología de abajo a arriba, a partir de la lectura de los acontecimientos.

La historia, el pobre y el mundo se convierten en "lugares teológicos". En lugar de distinguir entre Historia profana e historia de salvación el Concilio enseñó a ver la historia, toda ella, como un único hecho de salvación y a saber ver la dimensión positiva de los acontecimientos. En lugar de ver en el pobre el simple objeto de caridad al que habría que ayudar, el pobre se convierte en señal de Dios. En lugar de pretender moldear la realidad a partir de una supuesta Fe-Verdad eterna que poseyéramos en exclusiva, se empezó a participar en la transformación de este mundo en igualdad de condiciones a los demás hombres y mujeres.

Restauración doctrinal

Pero el proyecto de Juan Pablo II iba exactamente en dirección contraria. Había participado en el Concilio y había manifestado en él su preocupación por el tema central del mismo, las relaciones iglesia-mundo, pero desde una óptica diametralmente opuesta a la que finalmente fue aprobada. Sus aportaciones al famoso Esquema XIII o constitución Iglesia-mundo fueron rechazadas. Sus convicciones venían muy condicionadas por la experiencia del catolicismo polaco, perseguido tanto por el nacismo como por el comunismo pero cimiento de la nación y culturalmente hegemónico en ambas expresiones de resistencia política. Para el nuevo papa la modernización de la Iglesia implicaba una restauración doctrinal, moral e institucional.

Para una operación de esta envergadura había que empezar por restaurar la imagen de Dios. Debía volverse a su imagen preconciliar y a la teología preconciliar hecha de conceptos y definiciones. Y apareció el Dios del poder, autoritario e intransigente, el Dios de arriba-a-abajo y el Dios del pecado porque el monopolio de la salvación que pretende poseer la Jerarquía en exclusiva es incompatible con la imagen de un Dios despojado de autoritarismos, al alcance de todos, del Dios de la calle.

Se esquiva el gran descubrimiento de la teología moderna y del Vaticano II: que la teología y toda verdad cristiana tiene como referente fundamental la narración, un hecho histórico. Se vio bajo sospecha por consiguiente toda expresión teológica que pudiera simpatizar con el Dios que se descubre a través de los signos de los tiempos y que protagonizan las personas, sean o no cristianas; con el Dios que se descubre en el rostro del pobre y en las luchas por su liberación; con el concepto de Iglesia como pueblo que camina junto a otros pueblos; con una liturgia excesivamente participada en la que no queden bien definidos los ministerios, la autoridad, la distancia entre lo sacro y lo laico.

Quizá la más emblemática de todas ha sido la condena de la Teología de la Liberación surgida en América Latina, aunque está presente también en África, Asia, India, Filipinas, Corea o Sri Lanka. Se trataba, como toda teología, de una reflexión sobre Dios pero tomando como punto de partida los pobres. Puso al pobre y a las inmensas masas de pobres del mundo entero y a sus luchas por salir de su pobreza como punto central de la reflexión teológica. Porque aunque la fe debe tener necesariamente una dimensión individual, debe significar también el combate contra el mal estructural: el hambre, la emigración, el aumento indebido de los precios, la pérdida de valor de las cosechas etc. sabiendo que es el resultado de las estructuras de pecado contra las que el creyente debe luchar haciéndolo codo a codo y sin privilegios con la humanidad entera.

Subrayando el carácter contextual de la reflexión, esta teología necesitaba, como toda elaboración moral o social, instrumentos de análisis de economía o de sociología para establecer correctamente el punto de partida y en algunos casos se utilizaron los métodos de análisis marxista. Aunque quedaba claro que ni Gustavo Gutiérrez ni Boff ni Ellacuría ni Jon Sobrino ni monseñor Romero o Pedro Casaldáliga eran o son marxistas sí que intentaban hacer una reflexión acerca de los acontecimientos a partir de la fe y con los instrumentos de las ciencias sociales. “Nosotros no asumimos el marxismo para explicar el misterio de la Trinidad!”, se defendía Gustavo Gutiérrez.

Pero la reacción de roma fue fulminante. Se condenó teólogos, se trasladaron obispos, se partieron diócesis, se cerraron seminarios, se amenazó a editoriales, se hicieron desaparecer las comunidades de base. La misma iglesia reconoce ahora que esta condena se está pagando cara en América Latina: hoy el catolicismo está allí en clara regresión frente a la proliferación de las sectas. Los entendidos dicen que cada día son 12.000 los latinoamericanos que abandonan el catolicismo para ir a las sectas y después hacia la nada. Por otra parte tal condena no se hacía desde la fe sino desde la política, y más en concreto desde la política que gusta oír a los ricos. La teología de la liberación, avalada con tantos mártires, hubiera deseado escuchar más una palabra profética y de aliento que una palabra política.

Lo ocurrido en Nicaragua en la famosa visita de 1983 (recordemos el dedo acusador dirigido a Ernesto Cardenal, su homilía innecesariamente agresiva contra la iglesia de base y su grito contra la multitud que le pedía oraciones para sus muertos), lo ocurrido en El Salvador casi responsabilizando a Monseñor Romero o a los jesuitas de la UCA de su propia muerte, lo ocurrido en Argentina y Chile o en Bolivia y Perú dando soporte a las dictaduras y disculpando a los responsables de los asesinatos etc., además de falta de misericordia con las víctimas, son ejemplos de una actuación política a favor de los ricos y de un determinado modelo doctrinal, de una determinada teología, de una determinada imagen de Dios, y de una pastoral: la conciencia que se evangeliza desde el poder, sea como sea que éste se ejerza, mientras se autodenomine cristiano y pague los silencios de la iglesia con poder, dinero, o presencia en la TV.

Y ello independientemente que Juan Pablo II, sobre todo en la segunda fase de su pontificado, tuviera mensajes socialmente avanzados. Pero así como en repetidas ocasiones condenó al marxismo “en su esencia”, el capitalismo o neoliberalismo fue condenado sólo “en sus excesos”, en sus aplicaciones. Uno de los instrumentos de elaboración y difusión de la doctrina social de la iglesia es la Comisión de Justicia y Paz creada por el Concilio Vaticano II. Pues bien, en el 2000 Michel Camdesús, cuando cesó de director del FMI, fue nombrado consejero del mismo, poniendo así de manifiesto la falta de credibilidad de la santa sede como portavoz de los oprimidos

Pero no sólo se condenó la Teología de la liberación. En veinticinco años no ha quedado aspecto, por nimio que fuera, que no haya sido objeto de sospecha, de vigilancia por la intransigencia doctrinal. También se condenaron la teología política europea, la teología del diálogo interreligioso, la teología feminista, la cristología que pretendiera interpretar los textos de manera diferente, la eclesiología que pusiera en cuestión la organización piramidal o hablara de tímidos intentos de democratización o derechos humanos en la iglesia. Se dio marcha atrás en aspectos fundamentales alcanzados por el concilio, por ejemplo negando la colegialidad episcopal con el nuevo código de derecho canónico, redefiniendo algunos de sus textos fundamentales con el nuevo Catecismo de la Iglesia Católica, o negando de hecho la posibilidad del diálogo interreligioso con el reciente texto Dominus Iesus en el que, más allá de la escenificación de los encuentros, se afirma que la iglesia católica es “la única” posible administradora de la salvación. Las demás no valen.

En el plano de la moral es conocida la insistencia de Juan Pablo II en la defensa del modelo tradicional de familia, a favor del respeto a la vida, contra el aborto, la contracepción, la eutanasia y su obsesión por lo sexual en todas sus manifestaciones. Es cierto que algunos de estos valores pueden ponerse en peligro con el relativismo de una sociedad postmoderna. Pero la falta de consideración de las condiciones sociales o psicológicas en la que viven millones de personas y las dramáticas consecuencias de sus posiciones ultra ortodoxas pueden conducir, como en el caso del Sida en África, a una catástrofe social y humanitaria y en consecuencia a la falta de credibilidad del mensaje. Sólo el fanatismo puede conducir a la despiadada actitud que significa condenar a muerte a millones de personas a partir de criterios supuestamente evangélicos y que nada tienen que ver con la piedad puesta de manifiesto en los mismos relatos evangélicos. Algún día la iglesia deberá también pedir solemnemente perdón a los homosexuales o por el genocidio causado con su doctrina entre los pobres de África.

Por otra parte es obvio que, a la vez que la sociedad va elaborando su propio código moral acerca de estas cuestiones, en el mundo occidental y económicamente desarrollado tales recomendaciones tienen poco eco incluso entre sus mismos fieles. En una sociedad progresivamente laica, ya no es la iglesia la única fuente de moralidad.

La restauración del Dios distante y el rigorismo moral son dos componentes fundamentales que determinan el pesimismo antropológico y cultural de la teología de Juan Pablo II, paradójicamente en tantos aspectos cercana a la teología del poder del neoconservadurismo de EUA de herencia protestante y que domina la actual administración Bush.


Evangelizar desde el poder

Parece como que el criterio fundamental que guiaba a Juan Pablo II era que la evangelización se ejerce desde el poder. Quizá influyó en esto la concepción mesiánica que tenia de su propia función. De nuevo esto significaba dejar de lado el espíritu del concilio que afirmaba que la evangelización sólo será posible desde los pobres y con medios pobres.

En su documento fundamental sobre la iglesia (la constitución Gaudium et Spes) el Concilio veía el papel de ésta en el mundo “compartiendo las alegrías y esperanzas de la humanidad” cumpliendo un rol de inspiración moral, nunca como el ejercicio de un poder. Sin embargo pronto se puso de manifiesto que el proyecto del nuevo papa era la recristianización del mundo y una cierta concepción teocrática de la sociedad y del ejercicio del poder. Se trataba de poner el mundo y en primer lugar Europa bajo la autoridad de Dios y a la iglesia en un sitio de privilegio entre las potencias de este mundo. Gráficamente, seria como la restauración en el S. XX del medieval Sacro Imperio Romano Germánico.

Ello significaba un proyecto político de largo alcance con dos frentes: la lucha contra el comunismo ateo y la lucha contra la laicidad del mundo occidental. Sin lugar a dudas se puede decir que éstos han sido los dos objetivos explícitos en política exterior de su pontificado. A pesar de que reiteradamente condenó la intervención de los sacerdotes en política, probablemente él ha sido el pontífice del siglo XX con la más decisiva intervención política, la caída de los regímenes del este. Con la sutil diferencia que cuando los sacerdotes de la teología de la liberación luchaban a favor de los pobres su intervención era condenada “porque intervenían en política” pero cuando él intervenía a favor del sistema o se exigían privilegios económicos o políticos para a iglesia, todo esto se hacía “por exigencias pastorales de los fieles”.

El sindicato Solidarnosc se financió con fondos de la santa sede, del banco del Espíritu Santo y con la mediación del banco Ambrosiano. A raíz de esto salió a la luz pública una larga serie de escándalos de los que será difícil que algún día se llegue a conocer la verdad. Estuvieron involucrados el cardenal Marcinkus, responsable del Instituto de las Obras de la Religión, IOR, desde el cual llegaban los fondos a Solidarnosc, los banqueros Roberto Calvi y Michele Sindona, que aparecieron suicidados o asesinados, la Logia masónica P2 de Licio Gelli entre otros. Cuando la justicia italiana intentó juzgar a Marcinkus el papa le concedió inmunidad como ciudadano de un país extranjero, el vaticano, y no se pudo ir más allá. Parece que cuando en determinados acontecimientos se pone en cuestión la honorabilidad de una instancia considerada como garantía del orden social los poderes fácticos políticos, económicos, judiciales o mediáticos se pongan de acuerdo para tapar el asunto.

La lucha anticomunista exigía hacia dentro una iglesia fuerte y disciplinada y hacia afuera una amplia alianza con otras fuerzas económicas y políticas. De ahí los compromisos con los EUA, las organizaciones norteamericanas que canalizaban los fondos hacia solidarnosc y las mismas visitas de Reagan al Vaticano. Y de ahí asimismo la tolerancia con los regímenes dictatoriales de derecha como los de Chile, Argentina o Filipinas. Todos estos escándalos se ponen de manifiesto, entre otros, en el libro “A la sombra del papa enfermo” del colectivo anónimo Discípulos de la verdad.

Era necesaria también la lucha contra la secularización de la sociedad, la laicidad, el hedonismo, la recristianización de la moral en un mundo laico y progresivamente autónomo de los criterios de la Iglesia. Esto se llevó a cabo desde las innumerables llamadas en sus grandes concentraciones de masas.

Esta “nueva evangelización” ha impulsado un tipo de espiritualidad, a menudo exigente en cuanto a comportamientos personales, pero desencarnada y alejada de los compromisos sociales, valorando fundamentalmente lo afectivo e interpersonal y que se ha desarrollado sobre todo en los movimientos carismáticos. Fuera de esto, importante pero minoritario, el resultado de los mensajes del papa en este aspecto ha sido tan efímero como todo lo mediático. Eso no significa necesariamente rechazo social al mensaje o al mensajero. En un mundo en el que prima lo inmediato, la emoción fuerte pero pasajera, hasta puede quedar bien la proclama de los valores de siempre. Pero si no hay nada más, después del espectáculo queda poco.

En el contexto de las relaciones internacionales es cierto que Juan Pablo II manifestó en repetidas ocasiones su sincera preocupación por la paz. Se opuso a la guerra del golfo, alertó contra la de Kosowo y mantuvo serias reservas en la invasión de Afganistán, reivindicó el derecho de los palestinos a tener un estado, se opuso al embargo de Irak y últimamente de manera decidida contra la invasión. La paz entre los pueblo fue uno de sus leitmotivs constante. Pero por desgracia en la mayoría de las ocasiones esta llamada a la paz quedaba en referencias abstractas. Hizo pocas referencias a las causas de las guerras o a los lazos entre guerra e imperialismo económico y militar. Hubiera sido de desear en este tema tan central poder escuchar una voz más decididamente profética, al margen de prudencias internacionales, al margen de las posibilidades posteriores de que los cristianos fueran mal vistos en algunos estados. De hecho no pidió una conferencia extraordinaria de las Naciones Unidas, no condenó expresamente la invasión, no animó directamente a las movilizaciones por la paz invitando sólo a orar por la paz que viene de Dios, no condenó expresamente a los agresores. En su visita a España poco tiempo después de la invasión no incriminó a Aznar, sino que recibió con ostentación mediática a toda su familia perdiendo una ocasión de oro ante el fuerte movimiento por la paz que había en España. Parece ser que el silencio estaba negociado con el PP a cambio del estatuto a la asignatura de religión como materia obligatoria y evaluable. Quedaba claro que, aun en su tema querido de la paz, cuando se trata de enfrentarse a los poderosos es más prudente hacer retórica que ser profeta.

Algo parecido ha ocurrido con el famoso gesto con ocasión del jubileo 2000 de pedir perdón en nombre de la iglesia por sus actuaciones pasadas: cruzadas, inquisición, esclavitud, modelo de la conquista de América Latina, condena de Galileo, silencios de la época nazi etc. Sin querer darse cuenta que con algunos de sus comportamientos autoritarios, restauracionistas o de rigidismo moral está reproduciendo hoy los comportamientos del pasado por los que pide perdón. Ha rehabilitado algunos “herejes” del pasado y ha condenado a cientos de teólogos y teólogas de hoy acusados de herejía. O con las famosas canonizaciones de los mártires de la guerra civil. ¿Porqué sólo los de un bando? ¿Porqué ninguna alusión, ningún respeto a los más de 200.000 que según las estadísticas fueron fusilados por Franco por los ideales de la justicia? ¿No sabian el papa y los obispos españoles que con esto en lugar de reconciliar ofendían, mantenían el sentimiento de cruzada, dividían y se distanciaban de la sociedad española?


Restaurar la Iglesia

Para proceder a la restauración doctrinal y moral y a la proyección política de la iglesia en el campo de las relaciones internacionales era necesaria una reforma institucional que acabara de una vez con lo que él mismo y sobre todo la curia romana consideraba excesiva contestación a la jerarquía y peligro de desmembración. La curia había sido relativamente apartada de los espacios de decisión de cuestiones importantes durante el concilio y había mantenido una situación de impasse durante el mandato de Pablo VI. Era necesario reforzar la unidad, los mecanismos de control, la verticalidad. Debía quedar claro que aunque el concilio dice que la Iglesia es un pueblo, no es una democracia. En este sentido la figura de Juan Pablo II era providencial para las aspiraciones de la curia. De ahí que Hans Küng cite como una contradicción suya fundamental que el mismo hombre que defiende los derechos humanos en la sociedad y trabajó por la libertad en su Polonia natal, los niegue de puertas adentro a obispos y teólogos y sobre todo a mujeres.

Quienes le conocieron de cerca hablan de la concepción mesiánica que tenía de si mismo y de la función que estaba llamado ha hacer en la iglesia. Si a un talante autoritario e intransigente se le une el convencimiento que habla en el nombre de Dios o que es la misma encarnación de Dios poco espacio puede quedar al debate o a la participación. Contrastaba en este sentido con la figura humilde y campesina de Juan XXIII o a la del intelectual y dubitativo Pablo VI. Juan Pablo II actuó como un cruzado, con mano de hierro hacia dentro y hacia fuera de la iglesia, como hombre de estado, diplomático, sabio, organizador. Exactamente la imagen que Juan XXIII quiso evitar.

Especialmente dura ha sido, aunque menos visible hacia el público, la política de nombramientos episcopales al margen de las aspiraciones de las diócesis. Se han escogido obispos dóciles que no crearan problemas y poco a poco el nivel profético de las comunidades y de sus obispos ha dejado paso a que fueran simplemente gestores de los mandatos de la santa sede. La iglesia llega al final de este mandato con un problema real de cuadros que tengan, junto al espíritu evangélico, imaginación profética, inteligencia, creatividad y audacia suficiente para afrontar los retos de su presencia en el mundo. Se ha convertido en una iglesia chata. En España y en concreto en Catalunya sabemos bastante de esto.

Juan Pablo II se ha servido tanto del Opus como instrumento privilegiado para sus objetivos de restauración como el mismo Opus se ha servido de él para consolidar su poder en el interior de la iglesia. El Opus ha financiado viajes papales, concentraciones masivas ante las que él podría encontrarse a gusto aclamado por miles de jóvenes, ha moldeado los medios de comunicación a la medida de su personalidad y para mayor engrandecimiento de su personalidad. Y a la vez la concepción de iglesia y espiritualidad que deja Juan Pablo II es la concepción del Opus: evangelizar desde el poder, autoritarismo y centralismo, espiritualidad desencarnada, marginación de la mujer dentro de la iglesia, rigidez moral, paternalismo en lo social, desactivación de la línea renovadora del Vaticano II y condena de la modernidad.

Ello ha significado alentar en el interior de la iglesia un grupo de nuevos movimientos eclesiales (Neocatecumenales, Quicos, Carismáticos, Comunión y Liberación, Legionarios de Cristo, Foccolari etc.), fundamentalmente anti-intelectuales, con una estructura fuertemente jerárquica, integristas en teología y con una espiritualidad que a menudo quiere ser también señal de distinción social. Son ellos en gran parte los que han llenado los estadios en las concentraciones masivas del papa. Los otros movimientos (movimientos especializados, JOC, comunidades de base) han sido prácticamente marginados. Resulta llamativo ver cómo estos grupos crecen, especialmente entre los jóvenes al mismo tiempo que languidecen de vocaciones las congregaciones religiosas clásicas, decrece la asistencia a las parroquias y, por la edad de sus promotores o la marginación, van desapareciendo las experiencias más comprometidas con lo social o que fueron simplemente el testimonio humilde en los barrios o zonas rurales de los grupos que surgieron a raíz de la espiritualidad del Vaticano II.

Terminado su reinado no es fácil distinguir entre su propio carisma personal y la imagen que de él han transmitido los medios de comunicación inteligentemente manejados por el Opus, difícil distinguir entre el rostro y la máscara, entre la Iglesia, que superdimensionaba su imagen a medida que hacía crecer la del papa y la iglesia real del mundo pobre, que a pesar de todo le gustaba mirar el espectáculo que se le ofrecía. Se ha creado el gran acontecimiento escenográfico a la medida de un gran actor. Difícil por consiguiente de momento distinguir lo que había de sagrado detrás de tan enorme manipulación, entre lo que había de auténtico en el hecho religioso que en sus manos podía convertirse en mitin, entre la íntima y sincera inquietud de lo espiritual que de golpe podía convertirse en propaganda de una potencia espiritual y política, que además lo disfrazaba de nuevo método de evangelización hacia los pobres.

Si creyéramos al Jesús del evangelio cuando decía “mi reino no es de este mundo” el mismo funeral rodeado de todos los poderosos de este mundo tendría muy poco de evangélico. Alguien dijo que por lo que aquel día vimos parecía que a San Pedro el negocio de la barquita y los peces que había empezado hacía dos mil años le había ido bastante bien. Sin embargo no era necesario llegar al agotamiento físico del actual pontificado para poder hablar ya hace años del estrepitoso fracaso en las empresas que había emprendido: restauracionismo de la cristiandad medieval, lucha contra la laicidad, rigorismo moral etc. Creo incluso que a medida que él iba siendo consciente de este fracaso más se empeñaba en la teatralidad de su función y en el uso de los medios, incluso en la retransmisión directa de su propia debilidad física final.

Sin duda Juan Pablo II ha estado por encima de las posibilidades de su propia iglesia. El eslogan que define este hecho reza que “ha llenado los estadios y se han vaciado las iglesias”. Es difícil saber qué va a quedar, saber si la gente que ha llenado los estadios pasará de manera estable a las iglesias. Lo más probable es que no. Con la utilización masiva de lo mediático se ha alargado por poco tiempo la evidencia de la crisis fundamental que padece la iglesia y de la que con su personalidad el propio Juan Pablo II tiene una importante parte de responsabilidad. En nuestro mundo de postmodernidad lo normal es lo efímero. Quizá él mismo pronto llegue a ser el icono de la postmodernidad.

Creyó que saciando de respuestas y catecismos a los ciudadanos conseguiría el respeto hacia la autoridad moral de la Iglesia y ha ocurrido exactamente al revés. Creyó que la gente pide recetas concretas para ganar la vida eterna, que se trataba de definir con exactitud el credo y de poner precio a la salvación. Pero parece que nunca como ahora la gente ha estado tan poco interesada por las recetas de la Iglesia y aun en la Europa oficialmente católica nunca como ahora los pueblos han operado tan al margen de las exigencias eclesiásticas. Ante los ojos de la mayoría la iglesia vive en un mundo endogámico, alejada de sus preocupaciones y los grandes proyectos de transformación colectiva hacia un mundo más justo, incluso los de talante ecuménico, se desarrollan al margen de ella.

Pero la "revolución copernicana" que supuso el Concilio fue de verdadero calado. De la misma forma que después de Copérnico nunca más volvimos a ver al sol dando vueltas a la tierra, después del Vaticano II ya nunca más será posible volver a la Teología anterior. El actual involucionismo de la iglesia, lo mismo que el involucionismo en política y economía pasarán.