Jesús de Nazaret para el siglo XXI
1. Aprender a ser buenos y felices
Si me tuviera que quedar con una única palabra del evangelio, dejando todas las demás, me quedaría con ésta: “¡Bienaventurados!”. Con esa palabra inauguró y en esa palabra resumió Jesús todo su mensaje. Le ardía dentro la llama de todos los profetas, subió al monte como Moisés en otro tiempo, pero en lugar de los antiguos diez mandamientos escritos en losas de piedra proclamó a los cuatro vientos ocho alegres edictos: “¡Dichosos vosotros!”.
Anunció la bienaventuranza a los pobres, los enfermos, los perseguidos y todos los desdichados: “Bienaventurados vosotros, no porque seáis pobres, sino porque vais a dejar de serlo. Bienaventurados vosotros, no porque lloréis, sino porque os llega la dicha en vez del llanto. Bienaventurados vosotros, no porque seáis perseguidos, sino porque está cerca vuestra liberación. Dios os librará. Liberaos de la miseria los unos a los otros, para que Dios os libere. Sed felices, para que también Dios sea feliz. Es tiempo para ser felices”.
Así habló Jesús en lo alto del monte, y en esa palabra resumió cuanto tenía por decir: “¡Bienaventurados!”. ¿Qué son los cuatro evangelios y todo el NT sino un eco prolongado de esa palabra? Reparemos en esa palabra: ¿sabéis cuántas veces aparece en el NT la palabra bienaventurado”? Aparece 50 veces. Debiera hacernos pensar qué es lo más importante para Dios, qué es lo esencial en el cristianismo, qué debería ser lo principal para la Iglesia. La felicidad es la fuerza imparable que impulsa al mundo. La felicidad nos atrae y nos mueve. ¿Y Dios qué? Dios es el fondo y la fuente del anhelo universal de felicidad. La felicidad es el sueño primero y el mandamiento supremo de Dios para todos los seres. ¡Sé, pues, feliz!
Andamos muy lejos de este mensaje central del NT. Andamos muy lejos de nuestro propio corazón. Todo indica que hemos invertido totalmente la lógica de la bienaventuranza que es la lógica de Jesús. Parece como que hemos sepultado, sepultado y ahogado, la lógica de la felicidad de Jesús bajo las pesadas losas de la moral, bajo dogmas incomprensibles, bajo rígidas instituciones. Oímos hablar de otras cosas, de leyes y acusaciones, mucho más que de felicidad: defensa de la enseñanza de la religión católica en la escuela, crítica del matrimonio homosexual, denuncia de la ley del aborto… Lo de siempre.
“¡Bienaventurados!”. Las bienaventuranzas son el núcleo del evangelio, y deberíamos hacer de ese núcleo levadura de la vida, levadura de la sociedad, levadura de la Iglesia, levadura del mundo, energía transformadora capaz de convertirlo todo en bueno y feliz. Bueno y feliz, eso es. Es tan simple como el pan. La bondad de la felicidad y la felicidad de la bondad: ambas cosas van juntas, son imposibles de separar. ¿No es ésa la ley de la vida? ¿No es ésa la ley de Dios? ¿Qué es lo que puede hacernos felices sino la bondad? ¿Y qué es lo que puede hacerlos buenos sino la felicidad?
La felicidad nos hará buenos. No te harán bueno unas leyes de piedra, ni unas doctrinas fabricadas de conceptos, aprendidas y creídas. La felicidad, nada más, te hará bueno. La felicidad te hará humilde y manso, misericordioso y pacífico. La felicidad hará de ti consolador de quien llora y te dará verdadera hambre y sed de justicia. Cuanto más feliz seas, más humilde serás, cuanto más feliz más misericordioso, cuanto más feliz más dador de felicidad. Y aun cuando llegue la tribulación y la persecución –y es seguro que llegarán–, la felicidad hará que te mantengas sano y en pie, firme en la bondad a pesar de todo.
Sí, pero ¿qué es lo que nos hará felices? Es la misma pregunta y la misma lógica por el otro lado, y también eso nos lo enseña Jesús en las bienaventuranzas del monte: la humildad te hará bueno, no la grandeza ni la arrogancia. La misericordia con los que lloran te hará feliz, no la indiferencia, no la severidad. El deseo de paz te hará feliz, no el odio, no la fuerza, no la violencia.
Así pues, las dos cosas juntas. La dicha nos hará buenos y la bondad nos hará dichosos. Y puedes empezar por el lado que quieras, pues ambos lados son en el fondo el mismo lado. En vano te empeñarás en ser bueno sin ser feliz, y también en ser feliz sin ser bueno. En vano nos empeñaremos en ser buenos a fuerza de leyes morales y dogmas religiosos, e igualmente en ser felices a fuerza de tener, de saber, de poder. El evangelio de Jesús es eso: es la bondad de la felicidad y la felicidad de la bondad. El misterio de Dios es eso: la bondad dichosa y la dicha bienhechora. Es lo más simple y lo más pleno. ¿Y qué otra cosas es sino eso la entraña de la religión y la esencia de la Iglesia? ¿De qué sirven las leyes y los dogmas y todas nuestras teologías, si no hacen buenos siendo felices y no nos hacen felices siendo buenos?
2. Resistir e imaginar otro mundo
En la buena noticia de Jesús no faltan dichos que suenan a mala noticia: “He venido a traer fuego a la tierra; y ¡cómo me gustaría que ya estuviese ardiendo!” (Lc 12,49). Se diría que Jesús está fomentando la kale-borroka. Y no sólo la kale-borroka, sino también el conflicto familiar, pues añade: “De ahora en adelante estarán divididos los cinco miembros de una familia, tres contra dos, y dos contra tres. El padre contra el hijo, y el hijo contra el padre; la madre contra la hija y la hija contra la madre; la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra” (vv. 52-53). Y no sólo la kale-borroka y el conflicto familiar, sino incluso la guerra universal, pues agrega: “No penséis que he venido a traer paz a la tierra; no he venido a traer paz, sino espada” (Mt 10,34).
Quizás nos cuesta imaginar a Jesús hablando de este modo. Pues Jesús habló también así, no nos quepa la menor duda. Otras muchas palabras que los evangelios atribuyen a Jesús, éste no las dijo nunca, pero ésas que acabo de mencionar las dijo ciertamente; así sostienen prácticamente todos los investigadores actuales. En el evangelio apócrifo más antiguo, llamado el Evangelio de Tomás, Jesús habla en términos muy similares: “He arrojado fuego sobre la tierra, y lo mantendré hasta que arda (n. 10). Un poco más adelante en el mismo evangelio dice también: “El que está cerca de mí está cerca del fuego” (n. 82).
Jesús era bondadoso, sí, pero también apasionado. Jesús era tierno, sí, pero también subversivo. Jesús era poeta, sí, pero también profeta. Tanto como poeta bondadoso y tierno, Jesús era profeta apasionado y subversivo. Anunció una revolución, llamó a una revolución. No ciertamente echando mano a las armas, ni incendiando las calles, ni exterminando a los romanos y a los poderosos opresores. Pero, ciertamente también, Jesús anunció una auténtica “revolución de valores” y la promovió.
Estaba convencido de que, al igual que los antiguos profetas, debía prender fuego a la sociedad, a la economía, a la religión de su tiempo, y se lo prendió. Rompió con la familia y sus estructuras patriarcales, emprendió una vida itinerante con varones y mujeres todos juntos, cosa insólita y escandalosa; hizo de la mujer no sólo oyente de la palabras, sino también sujeto, profetisa, cosa igualmente escandalosa que la Iglesia olvidó muy pronto y aun sigue olvidada en el fondo de los primeros siglos. Subvirtió todas las convenciones sociales, transgredió las sagradas leyes de la religión, denunció todos los poderes sociales, se enfrentó a todos los poderes religiosos. Trajo fuego. Y, como es fácil de comprender, aquel fuego suyo provocó otro fuego destructor que pronto lo devoró: el poder del dinero, del imperio y de la religión abrasaron a Jesús. Pero el ascua de Jesús no se apagó.
¿Y hoy qué? ¿Sigue encendida aún en nosotros el ascua de Jesús? ¿Dónde arde su llama en nuestra sociedad? ¿Dónde alumbra y quema su antorcha en nuestra Iglesia? Da la impresión de que la mayoría vivimos satisfechos y cómodos con lo que tenemos, en una sociedad conformista, dóciles y sumisos a las órdenes del sistema económico vigente en el mundo.
Inesperadamente, la crisis económica hizo que se desplomara todo el sistema, pero en vez de inventar otro, seguimos empeñados en salvar el mismo modelo, haciendo pagar los platos rotos a los de siempre. Los bancos y los especuladores nos vendieron sin piedad y, cuando ellos se arruinaron, nos obligaron a comprarlos. Corrimos a rescatar y socorrer a quienes nos habían arrastrado en su hundimiento, y en ello seguimos, y las sociedades llamadas cristianas más que ninguna otra en el mundo estamos sosteniendo el viejo modelo. ¿Dónde están la resistencia y la imaginación? ¿Dónde está el fuego subversivo de Jesús, la llamarada que quiso prender en la sociedad, en el planeta, en la Iglesia?
Difícilmente puedo imaginar a Jesús en esta sociedad como ciudadano dócil, como siervo sumiso. Seguro que volvería a arriesgarse con pasión en pro de otra realidad. Seguro que también hoy, si volviera, prendería fuego. Seguro que provocaría conflictos en nuestra sociedad, no digamos en nuestra Iglesia, y que algunos lo tacharían de idealista iluso, otros de provocador insolente, otros de peligroso hereje. Y seguro que el miedo al fuego de Jesús volvería a encender también hoy una llama destructora, que acabaría por abrasarle más pronto que tarde.
El fuego de Jesús no quiere destruir y consumir a nadie, sino transformar a todos con su luz y su calor. El fuego de la buena noticia quiere alumbrar lo oscuro, curar lo enfermo. Dios es buena noticia para todos, y nos quiere a todos como comensales en el banquete de sus bodas. Sin excluidos. Sin perdedores. Quiere que todos seamos comensales, empezando por los últimos, por los perdedores de la sociedad y de todas las religiones.
3. Curar heridas como el buen samaritano
Jesús fue sanador. Si queréis fue fisioterapeuta, y si queréis psicoterapeuta. O si queréis curandero. Sus curaciones fueron calificadas por unos de milagros y por otros de magia. Si queréis, llamadlas transmisión de energía positiva. No eran milagros en el sentido de ruptura de las leyes naturales, pues esos milagros no existen. Pero la curación sí existe. Y la cosa es que Jesús curaba. Los espíritus atormentados se acercaban a él y se sentían consolados. Los cuerpos afectados por males que siempre eran y siguen siendo físicos y psíquicos a la vez se sentían aliviados. ¿Qué era en Jesús lo que curaba? Jesús curaba “tocando y contando”, acercándose a los proscritos y contándoles bellas parábolas liberadoras. Jesús curaba con su mirada, con su palabra, con su acogida cordial. Jesús curaba infundiendo ánimo, devolviendo la confianza, transmitiendo paz, restaurando la autoestima de los que eran despreciados por los demás y por sí mismos.
Pues eso es. Ser cristiano no consiste en creer en unos dogmas, ni en creer que Dios existe, ni tampoco en cumplir los diez mandamientos sin tacha del primero al último. Ser cristiano es seguir a Jesús, y seguir a Jesús es fundamentalmente curar al prójimo como el buen samaritano de la parábola.
Curar al enfermo y amar a Dios no son cosas distintas. No son dos cosas diferentes curar con compasión, atender con cuidado al herido del camino y amar a Dios con todo el corazón. Porque ¿qué otra es el Dios de Jesús sino la infinita compasión para con todos los seres heridos? ¿Y para qué es la Iglesia sino para ser imagen de la compasión cercana y sanadora de Dios? La Iglesia no está para construir iglesias, menos para tenerlas en propiedad manteniéndolas con dineros públicos. La Iglesia tampoco está para dar gloria a Dios en la liturgia. La gloria de Dios es que los seres humanos y todos los seres vivan sanos y felices. Las bellas celebraciones litúrgicas son valiosas en la medida en que curan la vida de sus muchas heridas, en la medida en que ayudan a Dios a levantar a los caídos, a curar a todos los malheridos. Así es como daremos gloria a Dios, como haremos feliz a Dios, porque Dios no posee otro bien que el bienestar de sus criaturas ni otra dicha que la dicha de todos los seres.
Ser o no ser buen samaritano: ésa es la cuestión. Y hemos de confesarlo: los que nos llamamos creyentes, los que frecuentamos los templos, los que formamos la Iglesia cristiana, en eso de ser samaritanos no somos mejores que los demás. ¡Cuántos que no vienen a nuestras liturgias nos dan ejemplo, como el samaritano al sacerdote y al levita en la parábola de Jesús!
4. Más allá del castigo y del perdón
Esta lógica y primacía de la curación Jesús la aplica a una dimensión fundamental de la vida que las religiones, en especial el cristianismo, han gestionado en clave de culpa y perdón. ¿Fue ésa realmente la clave de Jesús?
Una vez que pasaba por allí, Jesús vio a Mateo sentado en la mesa de los impuestos y le dijo: “Ven con nosotros”. Mateo era recaudador de impuestos para la odiada Roma. Era recaudador y, por lo tanto, ladrón de oficio. Y Jesús lo llama: “Mateo, ve con nosotros”. Mateo no se lo puede creer: “¿Yo? ¿De veras yo? ¿Acaso no pretendes formar un nuevo movimiento de liberación de los judíos? ¿Para qué me quieres a mí? Yo no soy más que un pobre ladrón; los ciudadanos de bien y tus propios discípulos me miran con desprecio”. “Es igual – le dice Jesús –. Ven con nosotros también tú. Tenemos un bello sueño para soñar juntos. Tenemos que soñar juntos y juntos hacer realidad la verdadera liberación de nuestro pueblo y de todos los pueblos”. Mateo se sintió como si se le hubiera caído un gran peso de los hombros, como si le hubieran salido alas. Dejó allí la mesa de los impuestos y, lleno de consuelo, se fue a soñar con Jesús.
Se sentía tan feliz, que se le ensanchó el corazón, el corazón y la bolsa y la mesa. Y ofreció en su casa una cena abierta a todo el que quisiera: allí no había etiquetas, no había prohibiciones, no había condiciones. Allí se reunieron la gente habituada a encontrarse con puertas cerradas. Allí se reunieron las humilladas prostitutas, los odiados recaudadores, los despreciados pecadores que no cumplen las normas religiosas como se debe. Cabían todos, y nadie se miraba a sí mismo como mejor que los demás, ni tampoco como peor. El sueño de Jesús se estaba haciendo realidad.
Claro que el sueño de Jesús no era del agrado de todos. Inmediatamente empezaron a murmurar aquellos justos que se tenían por tales: “¿Pero qué es esto, justos y pecadores mezclados en la misma mesa?” Ardían de ira los escribas y las autoridades religiosas: “¡Esto es intolerable! Este nazareno traspasa todos los límites de la ley. El que comparte la mesa con pecadores se vuelve pecador. Y la ley de Dios lo dice bien claro: el pecador es pecador y el justo es justo. El inocente es inocente, y el culpable es culpable. Y al culpable le quedan dos opciones: o el arrepentimiento o el castigo”. Tal era el discurso de los maestros de la religión y de los justos. Sigue siendo el discurso del moralista resentido, es la lógica de la religión sin consuelo.
¿Y qué dice Jesús? No necesita de grandes discursos, les responde con una simple frase: “No necesitan de médico los sanos, sino los enfermos”. Los maestros de la ley y los fariseos hablan de “pecado”; Jesús habla de “sanos” y “enfermos”, habla de médicos. Es otra religión. La mayoría de nosotros tenemos metido hasta la médula el discurso de la ley y del pecado. Nos dijeron y repetimos: “El pecado es culpa, y la culpa merece castigo, o requiere de unas condiciones para ser perdonado”. E inventamos el temor de Dios, y pusimos sacerdotes y confesiones para obtener el perdón de los pecados. Pero no es ésa la perspectiva de Jesús. A Jesús no le importa quién es inocente y quién culpable. A Jesús no le importa el pecado, sino la enfermedad. No le importa el perdón, sino la salud. La cuestión no es quién es culpable, sino quién está herido y cómo curarlo, y cómo ser bienhechores y sanadores los unos de los otros.
Estamos atrapados por la obsesión de la culpa y del castigo. Eso sí, los culpables suelen ser siempre los otros, cosa normal cuando uno ha establecido la ley a su antojo. En el mundo se han levantado muchos Guantánamos en nombre de la Ley y de la justicia.
La perspectiva de Jesús es muy otra. Y a quienes murmuran les dice: “Lo que necesita un enfermo no es un juez, sino un médico; no es el castigo, sino el remedio”. Y a los que no tienen corazón para entenderlo les dice: “El que esté sin culpa, que tire la primera piedra”. Dejemos, pues, el registro de la culpa, del pecado, del castigo. Sentémonos a la mesa de Mateo y de Jesús, para curar heridas propias y ajenas, para comer y soñar juntos alegremente. Abramos el corazón al consuelo, la puerta al prójimo. Clavemos en las entraña de las instituciones religiosas y políticas el principio consolador y revolucionario de Jesús: “Prefiero la misericordia a la ley y al castigo”.
Si de una forma u otra te sientes perdido y culpable y herido o te sientes marginado en la sociedad o en la Iglesia, no temas. Jesús viene donde ti y te ofrece la invitación de Dios al banquete de sus bodas. No estás de ninguna manera perdido. Alégrate, hermano, hermana, ahuyenta los miedos, deja que goce tu alma, ven con toda confianza a las bodas de Dios. Y empieza también tú a invitar a la mesa de las bodas de Dios a los perdidos y a los perdedores, a todos los heridos de este mundo. En nuestras manos está que Dios sea feliz como en un día de bodas.
5. Liberar nuestros miedos
Lo dice Jesús una y otra vez en el evangelio: “¡No temas!”. Y eso es lo que también nosotros debiéramos escuchar y pregonar una y otra vez: “¡No temas!”. Tenemos demasiados miedos. Hay demasiado miedo en nuestro mundo, y en esta sociedad nuestra de aquí. Tiene demasiado miedo la Iglesia.
Por supuesto, el miedo no es malo de por sí, en su justa medida. Somos seres limitados, pero no encerrados en nuestros límites, no envueltos en un férreo caparazón, no cercados por una sólida muralla. Estamos abiertos, somos frágiles, sentimos el dolor. Somos seres vivos. Y ningún ser vivo carece de peligros. Y el miedo, justamente, nos ayuda a percibir los peligros. El miedo nos pone alertas, para que seamos conscientes de los peligros y les hagamos frente. Tenemos miedo porque somos seres vivos y sensibles. El miedo es un sistema protector del ser viviente y mortal. Si no hubiésemos tenido ningún temor desde que nacimos, hace mucho tiempo que hubiéramos muerto. Demos, pues, gracias por conocer el miedo.
Pero a menudo, demasiado a menudo, el propio miedo es el mayor peligro. El miedo nos lleva a menudo a vernos en peligro en todas partes y en todo momento. A menudo hace que se levanten ante nosotros negros fantasmas sin fundamento. Y nos empuja a levantar murallas y baluartes, a encerrarnos en nosotros mismos, a ver enemigos por doquier, a defendernos a nosotros mismos cueste lo que cueste, a ser enemigos. El miedo aumenta enemigos y, por consiguiente, amenazas. Y así va nuestro mundo. De puro miedo, hemos construido sistemas de seguridad más seguros que nunca, y vivimos en un mundo más inseguro que nunca. Cuanto más protegidos creemos estar, más vulnerables somos. No cabe duda: el propio miedo es el peligro más terrible del ser humano y de la sociedad. Si viviéramos más tranquilos, si confiáramos más en nosotros mismos y en los demás, y si invirtiéramos en el diálogo y la justicia todo lo que invertimos en sistemas de seguridad, viviríamos en un mundo mucho más seguro.
También en la Iglesia de hoy, el mayor peligro es el miedo.
Si Jesús estuviera entre nosotros – y lo está realmente – a cada uno de nosotros le diría al corazón – y realmente le dice –igual que a sus discípulos: “¡No temas!”. El Espíritu de Dios está construyendo un futuro nuevo, y la vida que ahora está oculta se manifestará, se desplegará. No tengáis miedo al futuro, no tengáis miedo a la vida, no tengáis miedo a la cultura moderna ni a la cultura posmoderna, no tengáis miedo ni siquiera a los poderes que castigan y persiguen y matan. El bien es más fuerte, poneos de su parte. El Espíritu es más fuerte, y respira en vosotros. En todos los peligros, en todas las limitaciones, también en todos los dolores, Dios está con vosotros. No temáis.
6. Dios es sólo gracia
Dios es. Dios es gracia. Dios es sólo gracia.
Jesús no habló mucho acerca de Dios. Nosotros hablamos demasiado. Jesús hablaba del reino de Dios: no tanto que Dios existe, y que se ha de creer; ni tampoco qué es Dios, sino lo que Dios hace: Jesús hablaba de la presencia buena, bienhechora de Dios. Dios está cerca, y es sólo bondad. Dios no es mala noticia. Tampoco es noticia buena y mala a la vez. “Sólo bien, sumo bien, total bien”, diría el hermano Francisco de Asís. Dios es sólo bondad y sólo buena noticia para todos. Así lo plasmó, lo entrañó, lo encarnó Jesús en sus palabras y en su vida. Así lo vivió. Jesús nos ofreció a Dios como bálsamo para nuestras heridas; quiso curarnos de todos nuestros miedos.
El miedo de Dios o de las divinidades es tan viejo como la religión. Pero aquellos a los que el miedo acercó a Dios el miedo los aparta de él tarde o temprano. Y, sin duda, más vale alejarse del Dios que provoca miedo, entre otras cosas porque no es Dios. ¿Pero qué pasa entonces con la Biblia, llena de temores de Dios? Encontramos en ella infinidad de afirmaciones sobre terribles venganzas y castigos de Dios. En la Biblia encontramos de todo, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Los textos nos hablan sin cesar del castigo de Dios, porque los escribieron seres humanos, y los seres humanos no pueden hablar de Dios sino a partir de la experiencia humana. Y la ira, la venganza, el castigo, son experiencias humanas, o si se quiere antihumanas; son las experiencias humanas más sombrías.
Pero esas experiencias no son experiencia de Dios, porque en Dios no pueden existir. En Dios no existen la ira, la venganza, el castigo. Todo eso no es Dios. Todo eso es un negro fantasma creado por nuestros miedos humanos, nada más. Miremos a Jesús: una vez fue a la sinagoga de Nazaret, y leyó una profecía de Isaías, pero corrigió el oráculo, intencionadamente eliminó de él la mención del castigo de Dios. Y les dijo: “Dios – creedme, amigos–, Dios es pura gracia. Es pura ternura. Es pura bondad. Es toda la bondad junta”.
Desde el comienzo del mundo y de la religión, llevamos prendido en el alma el oscuro temor, el pernicioso temor que ha engendrado tantas imágenes perversas de Dios, el temor malo que nos lleva a la envidia y al odio, el temible temor que nos lleva a hacernos daño a nosotros mismos y al prójimo. Jesús nos cura del miedo y, a medida que nos cura, nos hace mejores. Todos los miedos y castigos del mundo no poseen el poder que posee una palabra dulce para hacer bien y hacernos buenos. El miedo puede lograr en nosotros muchas cosas buenas, pero el miedo no puede hacernos ni buenos ni felices. Y todas las cosas buenas serán inseguras mientras no lleguemos a ser buenos y felices por dentro.
Y Dios es eso: es el poder de la bondad para hacernos felices, el poder de la felicidad para hacernos buenos. Eso es Dios, ésa es su magia. Dios tiene la maravillosa magia de hacernos buenos y felices con la sola bondad. Nosotros no poseemos esa magia. Consumimos enormes cantidades de energía en el empeño estéril de hacerle a alguien bueno amenazándole y haciéndole daño. Es un empeño inútil. La cárcel no hace bueno a nadie. El castigo no hace a nadie más humano. Puede impedir que alguien cometa un crimen, pero a nadie le hace bueno. Creo que nuestra sociedad pronto se avergonzará de su sistema penitenciario cruel y absurdo. Espero que así sea.
La bondad y la bienaventuranza, no el miedo ni el castigo, podrán lograr que seamos buenos de raíz. Así lo creyó Jesús, y así lo proclamó en la sinagoga de Nazaret: anunció el año de gracia de Dios, el año que nace y dura eternamente, la eternidad de la gracia que Dios es, la bondad sin medida que curará todas las heridas y hará buenos a todos los malhechores. En la sinagoga de Nazaret, Jesús borró el castigo de la imagen de Dios, y dejó solamente la gracia, la gracia universalmente transformadora, la bondad todopoderosa que anuncia la buena noticia a los pobres, la vista a los ciegos y la amnistía a todos los encarcelados.
7. Trascender todo confesionalismo
La fama de sanador de Jesús se extendió rápidamente, y a más de uno le dio por imitar a Jesús, e intentaron expulsar “demonios o malos espíritus”, es decir, desatar los oscuros y enredados nudos del alma y del cuerpo que amarran a los pobres seres humanos en sus cuerpos y almas.
En una ocasión, algunos discípulos de Jesús se encontraron con uno de esos aprendices sanadores, y sintieron celos. Y Juan Zebedeo le dijo a Jesús: “Ése no es de los nuestros. No tiene derecho de utilizar tu nombre para expulsar demonios”. Así son nuestros pobres celos, nuestras pobres envidias. Es triste que nos duela el bien ajeno; es un auténtico mal de nuestros ojos que no seamos capaces de ver y gozarnos del bien ajeno.
También existen celos colectivos, como nos revelan las palabras de Juan el Zebedeo: “Ése no es de los nuestros – dice a Jesús –, y no tiene derecho a servirse de tu nombre como talismán para curar a nadie. No es de los nuestros, y no debiera poseer el poder de liberar a nadie. Tú nos lo has otorgado solamente a nosotros y solamente nosotros poseemos el poder y la facultad de recurrir a tu nombre para curar, para desatar nudos y neuras, para hacer libres y felices a la gente. Pero ése no es de los nuestros: prohíbele ejercer de sanador en tu nombre”.
En el propio grupo de Jesús nos hallamos, pues, con el celo colectivo, la envida colectiva. Esa desgraciada frontera entre “nosotros y ellos” que aparece en todos los grupos. Miremos a los partidos políticos: “Nosotros lo hacemos todo bien, solamente nosotros”. Pero el bien que hacemos se vuelve malo si son los otros quienes lo hacen. Y vivimos en permanente pelea. El celo colectivo, como todo celo, no llega a maldad. Es mezquindad, es estrechez de ánimo.
Y el celo colectivo se vuelve aun más mezquino y peligroso cuando se justifica en nombre de Dios, de la religión, del evangelio. Y eso es lo que hace Juan, por muy apóstol que sea, o tal vez porque lo es: “Prohíbele curar, porque no es de los nuestros”. Nosotros contra los otros: nosotros tenemos la verdad, los otros están en el error; a nosotros nos lo ha revelado Dios, a los otros no, no al menos tanto como a nosotros; a nosotros nos ha elegido Dios, a los otros no, al menos en la misma medida que a nosotros. En los discursos de ciertos hombres de Iglesia se escucha a menudo, por ejemplo: “Es posible que alguien que cree en Dios sea bueno, pero si no cree en Dios, al final se encontrará sin ninguna razón para ser bueno y tarde o temprano fácilmente dejará de hacer el bien. La ética sin la religión no tiene fundamento, y una ética sin fundamento pronto se va a degenerar. Si este mundo nuestro de hoy está tan degenerado es porque se ha alejado de la religión. Sólo la religión puede salvar a la ética, al humanismo, al futuro del mundo. Sólo nosotros lo podemos salvar. Nosotros somos la verdadera religión”.
Así hablamos a menudo. Pero creo que el evangelio rompe todos esos esquemas y fronteras: los que tienen Dios y los que no lo tienen, los creyentes y los increyentes. Y creo que el mundo de hoy, supuestamente increyente, no es peor que el mundo de ayer, supuestamente creyente. Creo que, a lo largo de la historia, las mayores barbaries se han cometido en nombre de Dios y de la fe. Creo que son los países y los gobiernos que se llaman cristianos los que han arrastrado a este mundo a esta situación insostenible en que nos hallamos. Creo que, hace 50 años, nuestra sociedad se volvió increyente a pesar de haber estudiado la religión en la escuela – o tal vez precisamente por haberla estudiado–.
Y creo que también hoy nos diría Jesús: “No se lo impidáis”. No le impidáis a nadie el sagrado derecho, la divina y la santa facultad de ser bueno y de hacer el bien. No obliguéis a nadie a utilizar el nombre de Dios a la manera vuestra, no prohibáis a nadie utilizarlo de manera diferente a la vuestra. Alegraos del bien que hacen los otros, aunque no sean de los vuestros. Y sabedlo: Dios no está presente cuando pronunciáis su nombre, sino cuando os curáis y cuando curáis a los demás. Donde está la bondad, allí está Dios, con cualquier nombre y también sin nombre alguno”.
8. Inventar un nuevo lenguaje
O una nueva teología. Difícilmente podemos anunciar la buena nueva con lenguajes trasnochados. Y resulta que nuestro lenguaje está muy trasnochado. Nuestras imágenes de Dios, nuestras oraciones, nuestros dogmas, toda nuestra teología se nos ha quedado terriblemente trasnochada.
No digo que lo de antes fuera malo, sino simplemente que hoy ya no vale. No digo que nosotros somos los primeros creyentes modernos, pero si no actualizamos nuestro lenguaje y nuestras instituciones, nadie nos va a entender, y no será buena noticia para nadie. ¿Para quién hablamos entonces? Tampoco digo que la nueva teología vaya a ser para siempre –¿cómo podría serlo?–, sino que los creyentes del futuro tendrán su propia tarea, y nosotros tenemos la nuestra.
Jesús no fue un repetidor, sino un innovador. “Está escrito esto o lo de más allá – les decía a sus perplejos oyentes –, pero yo os digo esto otro. Hasta ahora habéis oído esto o lo de más allá, pero yo os digo esto otro”. “Vienen tiempos nuevos – les decía Jesús –. Ya ha llegado el nuevo tiempo de Dios. El buen maestro muestra precisamente su pericia cuando sabe sacar lo nuevo del arca vieja. Renovemos el corazón, renovemos la palabra, renovemos el mundo”.
Estamos inmersos en un profundo cambio cultural. Como alguien ha escrito, no vivimos en una época de cambio, sino en un cambio de época (G. Amengual).
Manuel Guerra Campos, hermano de aquel obispo franquista de Cuenca, escribió: “La Iglesia está enferma. No me refiero a los pequeños o grandes achaques que con frecuencia se le atribuyen: que si es autoritaria; que si es rica; que si está siempre del lado de los poderosos; que si los curas deberían casarse; que si la mujer debería poder ser sacerdote, etc. (…). Se quedó dormida en la Historia. Empeñada en encerrar la fe en fórmulas que fueron válidas para otros tiempos, intenta que los hombres y mujeres de hoy comulguen con verdaderas ruedas de molino”. “Llevamos quinientos años pataleando para que nada cambie”.
Y da un consejo a los obispos: “Que tomen el libro en el que de forma vinculante fundamentan sus trabajos, el Catecismo de la Iglesia católica; que le den un respetuoso beso y lo encierren en el sagrario de una capilla abandonada; después que tiren la llave (…). A continuación, sin tiempo para arrepentirse, que hagan ejercicios espirituales en alguno de los muchos monasterios que conocen (…)…, y traten de formular la Buena Noticia con palabras y conceptos adecuados a la cultura en la que vivimos” (Confesiones de un creyente no crédulo).
M. Légaut ha escrito a su vez: “En estos tiempos en que el universo mental de los hombres, al menos en occidente, ha cambiado más en estos últimos decenios que a lo largo de los milenios ancestrales, el edificio doctrinal, en el que antaño los cristianos vivieron seguros y con evidencia, protegiéndose de la realidad a la que entonces sólo sabían cantar y soñar, se encuentra sacudido como nunca”.
Mons. Albert Rouet, obispo de Poitiers declaró recientemente: “La Iglesia tiene dificultades para situarse en el agitado mundo de hoy. Y ese es el corazón del problema. Me preocupan dos cosas de la situación actual de la Iglesia. Se da hoy en ella una congelación de la palabra. Por tanto, cualquier cuestionamiento de la exégesis o de la moral se juzga blasfemo. El cuestionar es algo que ya no se produce automáticamente y es una pena. Al mismo tiempo, en la Iglesia reina una atmósfera de suspicacia malsana.
La institución se enfrenta al centralismo romano que se apoya sobre toda una red de denuncias. Ciertas corrientes pasan el tiempo denunciando las posiciones de tal o cual obispo, haciendo informes contra uno, guardando fichas contra otro. Y esto se intensifica con Internet. Por otro lado, veo una evolución de la Iglesia paralela a la de nuestra sociedad. La sociedad quiere más seguridad, más leyes; la Iglesia, más identidad, más decretos, más reglamentos. Nos protegemos, nos encerramos. Es la señal misma de un mundo cerrado, ¡y es un desastre!”.
Imaginemos que una persona educada lejos de nuestras instituciones religiosas llega un día a una misa nuestra por mera curiosidad. ¿Qué pensaría? Me lo pregunto a menudo: ¿Qué pensaría al escuchar lo que escucha en la misa?
Por ejemplo, no cesamos de reconocernos pecadores y de pedir perdón, como si nos halláramos ante un Señor Supremo, omnipotente y severo, como si dudáramos de que nos vaya a perdonar o no. No es eso, no es eso. Dios nunca nos mira como culpables, sino que mira lleno de compasión cómo sufrimos y nos hacemos sufrir. Dios no tiene nada que perdonarnos. No tiene nada que perdonarte. Dios es la pura compasión y te protege con sus ojos de ternura, y sólo una cosa quiere de ti, como Jesús de Zaqueo: “No te quedes ahí arriba, tan lejos –te dice–, en el castillo de tus heridas y tus cadenas. Baja, ábreme tu casa, invítame a tu mesa, y disfrutaremos juntos”.
O nos pasamos toda la misa pidiendo: pidiendo misericordia, pidiendo perdón, pidiendo salud, pidiendo pan, pidiendo paz, pidiendo por unos y por otros, y pidiendo y rogando que nos escuche. ¿Qué pensaría alguien que viniera de fuera y nos escuchara? ¿Es que Dios necesita que le pidamos? ¿Es que son nuestras peticiones las que le hacen dar algo que de por sí no daría? ¿Es que Dios será un señor caprichoso que concede lo que quiere solo cuando quiere y solo a quien quiere?
¿Para qué pedir entonces? Deberíamos pedir, en caso de hacerlo, solamente para tomar conciencia de nuestra necesidad. O, mejor dicho, para expresar nuestra confianza. O mejor dicho, para aprender a recibir. O tal vez mejor dicho aun: para hacernos dadores, para nosotros mismos y los demás, de todo aquello que pedimos a Dios. Sí, para eso hemos de pedir a Dios si hemos de pedir: para tomar conciencia de nuestra necesidad, y para expresar nuestra confianza, y para aprender a acoger lo que Dios nos está dando sin cesar, y al fin al cabo para ser dadores de Dios, para ser Dios. Si no es para eso, nuestra oración de petición es pura magia, una torpe manera de obtener cosas de un Dios indigno de fe.
Y a decir verdad, creo que hay mucha magia y torpeza en nuestras oraciones. Y creo que si Jesús nos enseñara hoy, nos enseñaría a orar sin pedir nada. Creo que nos enseñaría a manifestar ante Dios nuestras necesidades y limitaciones, y a mostrar una nuestra confianza sin límites, y a acoger lo que Dios nunca cesa de darnos, y a ser fuente de todos los dones de Dios y a ser fuente de Dios mismo.
Creo que Jesús nos enseñaría a llorar y a bailar y a celebrar la vida ante Dios, y a desahogar nuestro corazón ante Dios y a dejar nuestra vida en sus manos, como dice el salmo: “Dios te guarda a su sombra, está a tu derecha; el sol no te hará daño de día, ni la luna de noche” (Sal 120). Y si el sol te hace daño de día y también la luna de noche, Dios estará junto a ti, padeciendo contigo y dándote la mano. Creo que Jesús nos enseñaría esto. Al final, creo que Jesús nos enseñaría a ser para nosotros y para el mundo pan y consuelo de Dios, a ser para nosotros mismos y el prójimo dadores de Dios y a ser Dios mismo, y a ayudar a Dios a ser.
José Arregi
(Conferencia de José Arregui en San Sebastián el 21 de octubre de 2010)
(Información recibida de la Red Mundial de Comunidades Eclesiales de Base)